Esta mañana de pleno invierno mi sorpresa es ver los brotes tempranos de la morera. Y he querido de inmediato, (antes que este efecto impactante, de mi corazón y de mi mente se borrara), escribir sobre la imperiosa inercia de la naturaleza que no se arruga a pesar de la inclemencia humana que se empeña genocidamente por arrasar el planeta, su flora y sus gentes. Me pongo manos a la obra, sentado en mi ordenador, frente a la ventana por donde se cuela el vigor joven de los diminutos verdes del árbol, tratando de trasladar mi sentimiento intempestivo a la pantalla.
Pero no siempre uno escribe lo que quiere. Y vuelvo al principio para releer el resultado de mi redacción intencionada, y me encuentro con que nada de lo escrito responde a lo que yo apenas una hora antes había contemplado con esa esperanza placentera de ver por fin concluida tanta barbarie.
Y heme aquí con mi ilusión truncada y estéril como aquella maldita higuera, frente a la cual un día se paró un palestino de bien queriendo comer de su fruto, pero el maldito árbol, aun estando poblado de infinitas hojas, seco estúpidamente estaba.
Así es nuestra vida: nos exclamamos ante el genocidio de la flora y la fauna del planeta y corremos a escribir nuestra denuncia en el ordenador...
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