jueves, 18 de enero de 2024

Lágrimas de cocodrilo




Recuerdo el día que fui a la presentación de Lágrimas de cocodrilo. Al final del acto subí al estrado para que su autor me firmara el libro. Y me lo dedicó con esta frase: Escribir es profundizar en las oscuras y profundas contradicciones del ser humano, de la naturaleza y de la historia. Revelar sus secretos, el tesoro de la vida y su verdad…, eso es lo que yo quisiera transmitirte, mi querido amigo. Allí mismo le agradecí su esquela con un gesto amable; pero no me comentó nada de su arrogante pretensión. Tampoco él escuchó lo que yo pensaba en aquel momento:

¡Venga ya, primo, como si tú fueras un nigromante o el sursuncorda! Escribir no es nada. ¿O acaso el pobre ciego vendedor de la once no sabe apreciar el dulce amanecer de un nuevo día?

Y en lugar de advertir en su cara la euforia propia tras el éxito del acto, noté su habitual desenfado, esa amargura con la que yo siempre me refería a él con cierta sorna como mi primo el escritor amargado.

Es cierto que en los momentos críticos que la vida le malhería, acostumbraba este hombre a vaciar sus furias en capazos de papel mojado; pero en ningún momento vi yo que las letras de sus lágrimas curaran los zurriagazos de su alma que la vida inmisericorde le proporcionaba. Yo diría que escribía mejor cuando peor estaba. El alcohol para algunos escritores es fuente de inspiración. Para mi primo el dolor y la presión eran el mejor caldo para sus creaciones que él ingenuamente creía reveladoras. Son muchos los escritores cuyas obras vieron la luz dentro de los angustiosos muros de una cárcel.

El autor de Lágrimas de cocodrilo, además de ser un tipo amargado y pretencioso, subido en su panegírica peana de escritor, era también amigo mío. De pequeños fuimos juntos a la escuela. Luego la vida nos separó, hasta que nos unió de nuevo, al casarme yo con una prima hermana de su mujer. Conocía yo pues muy bien a mi primo.

Escribir para él era un acto de cobardía. Cuando los acontecimientos se le rebelaban, o al contrario, él se rebelaba contra las injusticias, más se revestía de valor y de agallas escondiéndose cobardemente bajo las plumas mojadas de sus escritos. Él siempre creyó que los dardos de sus palabras escritas acabarían con los enemigos de la humanidad. Pronto se convenció que sus textos eran pólvora mojada, inútiles disparos contra el destino. Su gozo en un pozo. Por eso últimamente siempre veía a mi primo atormentado, acribillado, atrapado por los tentáculos del malhumor y el pesimismo. Cuando yo de vez en cuando iba a verle, lo encontraba siempre acorralado contra las paredes de su despacho. Hostigado, aturdido, intrigado. Un niño autista parecía, apartado en el rincón más oscuro entre papeles humedecidos de amargura. Y si acaso me dirigía la palabra o la mirada era sólo para decirme: ¿No ves, primo, por la ventana la  verdad amenazadora y negra que del exterior se cuela, y con qué hambre y rabia quiere engullirnos cual el dios Saturno a sus hijos?

Si la luz de la inclemencia de los acontecimientos que a mi primo el escritor por el día le cegaba, al llegar la noche su pavor era aún mayor. Y así como un niño se lanza al seno de su madre para aliviar su llanto, mi primo, el escritor amargado, acudía raudo y ansioso a su escritura para librarse de sus miedos. Se retiraba entonces al lugar más escondido e insonorizado de la casa, cobardemente acomodado, acolchado de ginebra y almohadones. Y nada más coger el papel y el lápiz, se sentía seguro, imaginando con palabras escritas lo que sus sentidos no querían ver, no querían mirar, ni tocar, ni sentir.

No siempre fue su proceder misántropo y melancólico. Recuerdo que cuando era joven me atrajo de él su denuedo, optimismo y valentía. Y el ahora escritor agorafóbico y esquivo, era entonces parte esencial de cualquier piquete o comité contra cualquier desafuero que surgía. Primo, si vieras la casa de tu vecino arder, te quedarías aquí quieto tomando apuntes o rezándole a Dios que salvara a su familia y a sus hijos del incendio, en lugar de coger un cubo de agua… -me decía.

Tal vez fueran los desengaños, el amargor de la edad, o la impotencia la que llevaron a mi primo a recluirse en la escritura. De lo que estoy seguro es que el título de su libro es una clara alusión a su añoranza por ver sus textos tristes convertidos en felices palomas. Tan sólo traigo aquí el siguente párrafo entresacados de su libro Lágrimas de cocodrilo, para confirmar esta opinión:

Aquel fotógrafo de guerra, ante la inminente muerte de un niño por un disparo del enemigo, en lugar de apretar el botón de su cámara, se abalanzó contra aquel criminal. Y en vez de hacer una inmortal foto que sacudiera la conciencia de los lectores, salvó la vida de un inocente. Luego el director del periódico despediría al gráfico por no cumplir bien con su trabajo.



No hay comentarios:

Publicar un comentario