lunes, 23 de octubre de 2023

La naranja del ayer


Cada vez que me paro a considerar la naturaleza del tiempo, me pierdo en consideraciones que quedan fuera de mi alcance. Y siempre acabo diciendo como Thomas Man: ¡Oh el pasado!

Acudimos a la expresión la magdalena de Proust cuando un determinado aroma nos retrotrae a un acontecimiento vivido en el ayer. El olor característico que desprende una naranja siempre me recula al huerto de mi adolescencia. A las puertas de un gótico refectorio, una cola de alumnos esperábamos la merienda: una tonificante toronja para suavizar los ardores de una disciplinar tarde cargada de estudios y plegarias.

Los mismos colegas que, hace ahora más de seis décadas, aguardábamos en fila el toque de una mítica campana que nos convocaba a la ingesta de aquel vitamínico refrigerio, (una naranja callada sobre el plato blanco de nuestra pubertad sofocada), hoy nos juntamos para celebrar nuestra vieja amistad. Amistad, entonces, de aficiones mutuas y comunes, vocación e intereses compartidos. La vida nos lanzaría, luego, por caminos separados. Caminos distintos; pero todos ellos en dirección hacia el mismo punto omega, feliz o inexorable, según  las creencias de cada cual.

Aquel gusanillo de nuestros años mozos vuelve a reunirnos cada cierto tiempo. Hoy, y bajo el mismo espléndido sol que nos veía soñar, reír y crecer, lo hacemos en el Centro de Mayores del barrio de Santa María de Gracia. Es como si quisiéramos regresar de nuevo, expectantes, al pasado aquel de nuestra naranja vespertina, pletóricos de ilusión, y con el mismo fervor y ganas juveniles de antes.

La comida no fue pantagruélica, sino más bien parca y comedida como corresponde a nuestra salud, edad y cuidado, pero a mí me supo a nutrido y feliz banquete, sugerente en comentarios, recuerdos e interrogantes, sobre todo aquella pregunta que alguien de nosotros a sí mismo se hizo en el recóndito silencio incontestado de su yo más amnésico: ¿Dónde fueron a parar nuestro reír, dónde, la inocencia de aquellos nuestros años mozos? Y el susodicho anónimo, como quien juega a la guija, con voz cavernosa siguió interpelando al gaseoso ayer escondido:
Pasado escurridizo, si es verdad que estás en la rueda inagotable del tiempo, ¡muéstrate y danos a degustar de aquellas mismas naranjas que años atrás los que aquí estamos departimos al amparo de aquellos tragaluces ojivales…!
Llegaron los postres, el café; pero el pasado se resistía. El conjuro no dio resultado. Por mucho que aludíamos y evocábamos a la naranja de nuestro ayer, tal vez ya podrida por el curso de los años, en ningún momento se dejó ver. El abismo entre la realidad y su memoria se hizo aún más grande si cabe. 

Pero aún así el recuerdo de aquella esplendorosa naranja de nuestras meriendas compartidas dejó en mí un luminoso resplandor, como esa ráfaga de colores que, tras cruzar el cielo el cometa que contemplamos, pasado el tiempo, aún permanece en nuestra mirada.

1 comentario:

  1. Me ha gustado tu comentario, amigo Juan Serrano. No conviene olvidar el pasado, como cimentación del futuro que buscábamos, eso me hace preguntar, por qué no hablamos de nuestro quehacer y del encontrado sentido de nuestra vida a lo largo de esos años vividos y que seguimos disfrutando aún. Un saludo y que sigamos encontrándonos de vez en cuando mientras la salud nos lo permita.

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