martes, 17 de octubre de 2023

Dejemos hablar a las plantas



Con amor y artesanía la pasiflora enjalbega de luces lilas y blancas la empalizada del terruño donde el hombre habita. Recostado está sobre el ribazo de la parte atrás de la huerta, la que da al camino del riego. El verde amarillo de las hojas le resguarda del sol. Una pareja de mirlos corretea allá por los caballones de las patatas soterradas sin perder de vista el nido suspendido entre las ramas de los naranjos. El rojo de sus diminutos picos se enciende sobre el negro triste de su plumaje. Al otro lado de la valla, el tronco fiel de una vieja olivera mítica y antibelicista se enorgullece del verde plata que cual bandera se levanta contra la invasión de todos los pueblos oprimidos del planeta. El hombre piensa que mejor le iría al mundo si dejáramos hablar a las plantas, a los árboles, a los pájaros. Un sol tibio amodorra todo el ambiente. Perezosamente atrapado el hombre deja que el verde aroma de una madreselva le acaricie las manos, la cara, las piernas, el cuerpo. Pero contradictoriamente los sarmientos trepadores de la planta le aprisionan por dentro. La pasiflora, la madreselva, la enredadera al igual que el hombre saben que el cerco por el que se desviven y suspiran acabará estrangulando a todos al mismo tiempo. Sobre su regazo: una colección de cuentos de Silvina Ocampo. Y mientras tanto, el agua de la acequia se abre paso alimentando de verde-vida un bancal de habas que bate sus flores a rebosar de alegría.

¡Qué bien le sientan esta mañana al hombre los cuentos surrealistas de esta escritora argentina! Las letras le sumergen en un grato sopor, hasta el punto, que se confunde con lo que mira. Mejor dicho: lo que lee y lo que ve le saben a lo mismo. Las letras se mueren al ver sus ojos somnolientos, se cierran antes de nacer en su mente, la realidad se apaga, y dentro del hombre se enciende un sueño. Molicie, quietud, evanescencia. La densidad inconsciente de este gozoso y aletargado instante entumece sus sentidos. No tiene oídos, ni sabor, ni vista, ni tacto para otra cosa que no sea estar aquí sentado, con sus pies descalzos, extendidos sobre la esponjosa humedad de esta tierra embellecida. Y ve cómo el vacío a destiempo de un sueño dulce le hipnotiza hasta quedar poco a poco convertido en lo que mira, esta madreselva que recubre, magistral trepadora, el cuerpo que respira, la tierra en la que vive.

Tal vez esta dulce, enajenada e invasiva sensación se deba al poder del cuento que en este momento está leyendo. Hombres, animales enredaderas. Una historia que va de un hombre que sobrevive tras un accidente de avión. Está solo en medio de la naturaleza salvaje, anda obsesionado por unos ojos. Y se pregunta una y otra vez a lo largo del relato que tiene entre sus manos: ¿Dónde estarán aquellos ojos que no paraban de mirarme? Sólo escucha el crujir de las ramas de los árboles. Siente miedo (olor a fiera). Tan agudo es su miedo que piensa que quizá acabe dejando ser él mismo para convertirse en otra cosa. Pierde la noción del tiempo. Su reloj se ha parado. Tiene enormes ganas de quedarse dormido. De pronto, sobrecogido por un perfume inigualable, descubre que ese aroma único proviene de una enredadera. La enredadera poco a poco trepa por el cuerpo del hombre hasta quedar convertido en enredadera. Y así es como el hombre acabará por desgracia (¿o no?) olvidándose tambien de aquellos bellos ojos que le miraban tanto antes de estrellarse el avión donde viajaba.

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