¡Qué bien le sientan esta mañana al hombre los cuentos surrealistas de esta escritora argentina! Las letras le sumergen en un grato sopor, hasta el punto, que se confunde con lo que mira. Mejor dicho: lo que lee y lo que ve le saben a lo mismo. Las letras se mueren al ver sus ojos somnolientos, se cierran antes de nacer en su mente, la realidad se apaga, y dentro del hombre se enciende un sueño. Molicie, quietud, evanescencia. La densidad inconsciente de este gozoso y aletargado instante entumece sus sentidos. No tiene oídos, ni sabor, ni vista, ni tacto para otra cosa que no sea estar aquí sentado, con sus pies descalzos, extendidos sobre la esponjosa humedad de esta tierra embellecida. Y ve cómo el vacío a destiempo de un sueño dulce le hipnotiza hasta quedar poco a poco convertido en lo que mira, esta madreselva que recubre, magistral trepadora, el cuerpo que respira, la tierra en la que vive.
Tal vez esta dulce, enajenada e invasiva sensación se deba al poder del cuento que en este momento está leyendo. Hombres, animales enredaderas. Una historia que va de un hombre que sobrevive tras un accidente de avión. Está solo en medio de la naturaleza salvaje, anda obsesionado por unos ojos. Y se pregunta una y otra vez a lo largo del relato que tiene entre sus manos: ¿Dónde estarán aquellos ojos que no paraban de mirarme? Sólo escucha el crujir de las ramas de los árboles. Siente miedo (olor a fiera). Tan agudo es su miedo que piensa que quizá acabe dejando ser él mismo para convertirse en otra cosa. Pierde la noción del tiempo. Su reloj se ha parado. Tiene enormes ganas de quedarse dormido. De pronto, sobrecogido por un perfume inigualable, descubre que ese aroma único proviene de una enredadera. La enredadera poco a poco trepa por el cuerpo del hombre hasta quedar convertido en enredadera. Y así es como el hombre acabará por desgracia (¿o no?) olvidándose tambien de aquellos bellos ojos que le miraban tanto antes de estrellarse el avión donde viajaba.
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