martes, 20 de abril de 2021

Micifuz y Zapirón

 


Le molestaban los halagos. No era nada modesta, pero deseaba ser admirada y reconocida como quien era. Me comentó que no había conocido ser más ridículo y repelente que aquel que le dijo un día: Me gustaría ser un gato para pasar siete vidas a tu lado. A ella lo que le gustaba era escuchar lo que salía del corazón. Odiaba por supuesto los ripios, las onomatopeyas, los aplausos, los regalos, las frases nada originales, sacadas de un simple manual amatorio. Además, lo de tienes más vida que un gato, le resultó demasiado cursi, una tautología más grande que una casa. Para ella las palabras carecían de sentido si no se correspondían con lo que expresaban. Recuerdo que me citó a un tal Vicente Huidobro: si no eres capaz de hacer florecer la rosa en el poema, tus versos para mí no son nada.

Sé que no está bien declararse a nadie mintiendo, escondiéndose tras un ramo de flores o con palabras ajenas, ya sean éstas de Neruda, de Cotázar o del mejor refranero gatero. Simular que eres un poeta, siendo simplemente un cazador de versos ajenos, ratones de medio pelo, es una impostura. Pero un pobre analfabeto como yo, sin elocuencia alguna, que apenas sabía maular, no encontró mejor elogio para engatusarla que aquella frase que leí husmeando por las redes.

Ella, como era de esperar, me dijo:
¡Miau, miau! A quien habla con el alma no se le ocurriría camelar a su amante diciéndole tales tonterías.
Ella lo que quería es ver cara a cara y sin tapujos ni tapaderas a quien la pretendía y no a quien se esconde tras palabras por muy galantes que sean. No sé si se equivocó. Se casó con un gato como ella, o como yo. Pues al final, ya lo dice el aforismo latino: Símilis símilem quaerit. Que más o menos viene a decir que el amor hace iguales a los que se aman.

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