Ingenuo de mí, desoyendo las sabias recomendaciones de los clásicos, quise hacer coincidir la noche y el día, que la belleza fuese eterna, que el bien y el mal fuesen trigo de un mismo pan. Y en contra de toda lógica hice un pacto con los dioses de la escritura. Ellos me ayudarían a reencarnarme en otras historias; a cambio yo me desentendería de la mía, me libraría de mi sombra. Engañaría a las leyes de la genética, sobrepasaría la dicotomía y el dualismo, la contradicción que rige nuestra paradigmática y encorsetada existencia, y así llegaría a ser, al mismo tiempo, sin dejar de ser yo mismo, El hombre del aguijón, María la del Olvido, Akhenaton, Cordelio Caprino, Percherito, Doña Celsa... y tantos otros personajes del libro Esta sombra no es mía, cuyo título me vino tras leer Elegía Primera, aquel poema que Miguel Hernández compuso a la muerte del asesinato de García Lorca: Como si paseara con tu sombra, / paseo con la mía / por una tierra que el silencio alfombra.
Pero el otro día, se me cayeron los palos del sombrajo. En las fiestas de primavera fui con mi familia a tomar unas tapas a la barraca del Azahar. Allí, junto a nuestra mesa, dos muchachas hacían tiempo esperando a otra persona. Y apareció un joven fornido, de mentón pronunciado, brazos desnudos, nariz perfecta, piel cálida, ojos gitanos. Este muchacho ceñía el tronco de su hermoso cuerpo con una escandalosa camisa de Superman. Y me resultó tan ridícula su atrevida y discordante vestimenta, que toda su belleza se me deshizo al momento. Basta colocar encima de nuestra natural hechura cualquier disfraz, para afear toda nuestra fisonomía. Luz y sombra, por mucho que yo me empeñe, jamás podrán llegar a ser una misma cosa.
Y fue a partir de este incidente, cuando me dije que el pacto aquel que hice con el Mefistos de mis creaciones literarias, fue un verdadero fracaso. El jueguecito del vamos a contar mentiras de los cuentos es también otro timo. Las liebres no corren por el mar, ni por el monte las sardinas. Tampoco a los perros los atan con longanizas.
Así que a partir de ahora dejaré las cosas como están. Al pan, pan, y al vino, vino. Ya lo dijo aquel que escribiera el Pentateuco:
Al ver Dios que la luz era buena, la separó de la oscuridad y la llamó «día», y a la oscuridad la llamó “noche”. (Génesis 1:4)
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