domingo, 7 de mayo de 2017

Brindis a la memoria



Los recuerdos se aclaran con el tiempo. Músicas del pasado se oyen más limpias que cuando por primera vez sus voces regaron nuestros oídos acartonados por los ruidos de las prisas del instante. Como el leño, cuando más viejo, seco y pasado, mejor prende. Y las viejas flores de aquellas vidas amigas que perfumaron nuestro corazón desolado, tienden a convertirse ahora en abono clarificador de nuevos plantíos esperanzadores.

No sé si a Juan le habría gustado que, esta mañana, familiares y amigos estemos aquí memorando su irreparable ausencia. Ante la imposibilidad de contrariar al infortunio, a veces sólo cabe el silencio simple y fecundo, capaz de hacernos comprender la fatalidad y el sin sentido. Cuando perdemos algo que quisimos, se nos sale el corazón por la boca; y al mencionar con entusiasmo su nombre, es como si el aroma de su esencia se evaporara. Pero, a veces, no viene mal tener en cuenta aquellas palabras del médico evangelista:
Nadie enciende una lámpara y la pone bajo el celemín, sino sobre el candelero, para que los que entren oigan y vean.
Juan era contrario a todo tipo de parafernalias, que sólo muestran la superficialidad de las formas, y no dejan que nos recreemos con el trasfondo creativo de las cosas. Él siempre dijo que la muerte es un desarreglo de la naturaleza. Y recordar suceso tan irregular, estaría fuera de toda cordura según su singular parecer y planteamiento. Nadie celebra, más bien se pregunta, maldice y llora, como aquella madre que no quiere ser consolada porque sus hijos ya no existen, murieron en el destierro. (Jeremías 31:15)

Unos días antes de morir, un amigo le dijo cariñosamente a Juan para aliviar su tránsito:
¿Por qué no te dispones de buen grado a aceptar el hecho de que, tarde o temprano, tendrás que dejar este mundo?
Juan, miró a su amigo y lo fulminó como quien con desagrado responde callado a una gran impertinencia. La muerte para él formaba parte de esas categorías absurdas que configuran la injusticia. Cual artista creía en la inmortalidad de la belleza, detonador para salvar al mundo de la materialidad y su tacañería. Lo efímero no tenía cabida en su inagotable vitalidad.

Quedar a comer aquí en el corazón de la huerta, evocación al edén inmaculado de su más distinguido origen y preferencia, es sin duda una de las pocas cosas que podría justificar este brindis a su memoria. ¡Y cómo se le reían los huesos a este hombre cuando nos sentábamos alrededor de una sardina, un puñado de habas, un tomate partío y un trozo de pan y bonito junto al reír de la acequia, sobre un ribazo de hierba fresca!

Ojalá me equivocara, pero noto aquí un no sé qué, un cierto sinsabor. Hablo de mí al menos. Como si estuviésemos en deuda. Varios proyectos quedaron a medio: la recopilación de sus escritos, la digitalización de sus cuadros y pinturas, la selección de sus entregas para el debate que de sus lecturas y reflexiones hacía... Y no es ésta la mayor contrariedad. Tal vez esta melancolía o sinsabor intranquilo se deba a que aún no hemos terminado de hacer su duelo. Somos como satélites de un hombre muerto de quien no podemos despegarnos.

Dice un proverbio chino que la mejor manera de llorar a un muerto es trabajar su campo. Continuar su tarea, labrar los naranjos de sus sueños, regar aquel árbol esquelético de uno de sus cuadros, colaborar por la erradicación de la desigualdad, el hambre, las guerras, los capitalismos, la ignorancia, la insolidaridad, el egoísmo..., derribar de una vez la cruz de un sistema que mantiene clavados en la desgracia a tantos y a tantos seres humanos... Invertir el madero de la crucifixión del Gólgota. Juan lo intentó en una de sus pinturas a través de la Magdalena, la santa amante de Jesús, como a él le gustaba llamarla. Esa sería la mejor manera de cerrar su duelo, y también el duelo de todos aquellos a quien Juan seguía: Francisco de Asís, Ibn Arabí, Dostoievski, Gerardo Bruno, Juan de la Cruz, Lao Tse, Sócrates, Carlos Marx, Thomas Münzer, Antonio Machado, Marcel Legaut, el Abbe Pierre, Gandhi, el Insumiso de Palestina, el Che, y tantos y tantos otros herejes, provocadores y profetas que pelearon contra el mal llamado ordenamiento jurídico que deja fuera de la ley a tantos desposeidos. Los que aquí quedamos, sus familiares, sus amigos, este trozo de mundo, de huerta por la que Juan se desvivía, la seguiremos velando como si fuera un pedazo de su cielo, para que su mano maestra siga pintando amores por el vergel de estas tierras.

No sé si será un desatino decir que me fue más fácil entender a Juan, después de muerto, que cuando vivo me hablaba de sus afanes. No es la primera vez que me pasa. A mi padre por ejemplo, llegué a conocerlo mejor después de muerto.

Unas veces vi a Juan como un estoico con sus pies descalzos, casi desnudo: abrazado a la pobreza noble, tan noble y distinguida que parecía sobrado de riquezas. Su mayor riqueza: sus lecturas, los libros. La rebelión de la sabiduría contra el papanatismo académico. Otras, se mostraba cual otro Epicuro disfrutando con frenesí de los placeres más instintivos de la vida: el amor, el agua, la tierra. Otras, parecía un filósofo, pensador incansable, preguntándose siempre por qué los psicópatas del poder, del dinero y los medios nos ocultan las verdaderas razones de sus perversas intenciones. El pensamiento crítico contra el pensamiento único. Otras, como místico, un taoísta, enamorado de la armonía, de la simplicidad de la vida intentando así dar color a cualquier sombra. Le gustaba colorear hasta la piedra más tosca. Otras veces lo veía callado, con los ojos entornados, contemplando el crecer de una simple calabaza, sintiendo en su torso desnudo la brisa del mar. Otras, como a Pushkin, aquel eminente escritor ruso, de sed espiritual atormentado. Y me viene ahora a la memoria aquel poema de Pessoa: La asombrosa realidad de las cosas:
Otras veces oigo pasar el viento, y me parece que sólo, para oír pasar el viento, vale la pena haber nacido.
Poliédrico, polémico. Nos enamoraba, nos seducía con la pasión que ponía en lo que hacía. Otras, éramos nosotros lo que le rehuíamos por la ferocidad de su planteamiento, por su ternura endiablada. Era sencillo y a la vez complejo, inoportuno como si no fuera de nuestro tiempo. Se escandalizaba de nuestro pragmatismo. Aquellos que se adelantan a su tiempo, -decía-, sufren dolores de parto. Su originalidad, sus exabruptos, estampidas, atolondramientos, divina impaciencia y arrebatos nos desubicaban, a destiempo nos sobrecogían. Dormía cuando los demás estábamos en otra cosa, y vigilante andaba, cuando todo el mundo tenía los ojos cerrados. Siempre a deshoras, viendo lo que nosotros no veíamos. Queriéndonos mostrar el subconsciente de la realidad escondida.

Tantos perfiles yo en él veía que no sabría con cual quedarme. En una de aquellas entregas (Solidaridad y Simplicidad de Vida), que de sus ideas y experiencias solía hacer, Juan le dio la palabra a Walt Whitman, otro hombre contradictorio, denostado e incomprendido, muy parecido a él en su manera de ser y de pensar.

Traigo aquí algunos versos de Canto a mi mismo de este poeta a los que Juan alude en uno de sus manuscritos, allá por el año 1977:
Y con mi aliento puro
comienzo a cantar hoy
y no terminaré mi canto hasta que me muera.
Que se callen ahora las escuelas y los credos.

Las casas y los aposentos están cargados de perfumes,
los estantes y los armarios están cargados de perfumes.
Aspiro y me complazco en su fragancia,
siento su influjo enervador,
pero me rebelo……… Me rebelo y me escapo.

Me gusta sentir el empuje amoroso de las raíces
a través de la tierra,
el latido de mi corazón,
la sangre que inunda mis pulmones.

Me gusta olfatear las hojas verdes
y las hojas secas,
las rocas negruzcas de la playa.

Me gusta besar,
abrazar
y alcanzar el corazón de todos los hombres con mis brazos.
A mí tampoco me han domado,
yo también soy intraducible.
¿Me contradigo?
Muy bien me contradigo.
(Soy amplio,
contengo multitudes)

Y para dar paso a vuestras palabras, acabo el inicio de este encuentro a la memoria de Juan con un desideratum:
¡Ay si yo pudiera, si yo un Dios del Olimpo fuera, le daría a Juan un segundo de vida, lo traería aquí a la fuerza para que viese los colores de la primavera, escuchara el murmullo de la tierra, que se deleitara con el reír de las cañas del río, con el silbido del tren a su paso por Alguazas dirección estación de Las Bienaventuranzas, y para que en esta plácida mañana azul y verde, todos nos recreáramos con su compañía. De él aprendí yo el significado de esta palabra. Cum panis: comer juntos el pan.

2 comentarios:

  1. Gracias,Juan, muchas gracias.
    Excelente reflexión.
    La foto nos trae bellos recuerdos del viaje que hicimos juntos con Juan al Sinaí.
    En la foto a orillas del mar Rojo.

    ResponderEliminar
  2. Bello ramo de palabras que me ayudan en mi memoria de Juan, de quien tanto recuerdo agradecido tengo. Tu introducción a ese "día con Juan", además de bello, muestra el amor que por él sentías, como seguro que sentían todos los que allí os reunisteis. ¡Cuántas lenguas se desatarían a partir de tus palabras! ¿Y qué respondería Juan a esas palabras elogiosas y amables? ¿Qué diría a todos los que os congregasteis en su nombre? Creo que entornaría los ojos, apretaría los labios, haría unos leves movimientos de cabeza, respiraría hondo y... ¡ya veréis que buenas están estas habas, recién cogidas del huerto! Me alegra mucho ver que vive en vuestra memoria. Saludos.

    ResponderEliminar