martes, 2 de mayo de 2017

Un día cualquiera




Se despierta. Son las seis de la mañana. Siete horas durmiendo. Ya está bien, cuerpo. ¡Arriba! Se incorpora sin molestar a la que duerme a su lado. La mujer se acostó después. El hombre coge a tientas la ropa en un puñado, y termina de vestirse fuera de la habitación, en el baño. Hoy no quiere aparentar dejadez. Además... si vienen sus nietos y sus hijos, quiere estar presentable. Se afeita. Siempre le gustó quedar bien ante la gente. No es nada coqueto, pero guardar las apariencias, forma parte de su talante. Su mujer le dice a veces, bien que te acicalas para los demás, pero para mi, te da lo mismo ir como un adefesio. Antes de tomarse el café que ha dejado preparado en la máquina encendida, sale al porche. Desde aquí contempla la huerta, un trozo de tierra que da a su casa por la cara norte.Tiene plantado tres caballones de patatas, cuatro frutales, dos hileras de tomateras, unos cuantos rosales, una higuera y hierba..., mucha hierba que cortar. Le gusta ver, antes de que salga el sol, cómo el rocío engalana de perlas el rosal de rosas rojas que trepan vistosas por el cañizo que hace de valla entre lo suyo y lo del vecino.

Ya huele el aroma del café que le llama. Entra. Se lo sirve en una taza, siempre en la misma. Al hombre le sabe mejor lo cotidiano, que estrenar cualquier cosa. Los cambios le huelen a política que siempre deja las cosas donde allí estaban. Los de arriba, bien arriba. Los de abajo, aplastados como la grava del camino por donde los encumbrados cipreses crecen con su soberbia por montera. El hombre se siente más seguro en su monotonía consentida. Le añade al café unas gotas de coñac, un Gran Duque de Alba que le regalaron unos sobrinos allá por Navidad. Estamos en Mayo, y la botella no va ni por la mitad. También en la bebida, como en la vida es parco y vulgar este hombre. Un carajillo por la mañana. Y para comer, varios tragos de vino del porrón. Porrones, sí lleva ya sobre su espaldas. Sin ir más lejos, ayer se le rompió el último. Fue a dejarlo en la platera, y el pitorro, ¡zas! se hizo añicos.

Sentado, mientras se toma el café, no deja de mirar por la ventana. Las tomateras ya empiezan a trepar por las cañas que ayer les puso por tenderete. A ellas también les gusta aparentar. Veremos si son valientes e intrépidas, y no les ataca el bicho ese, como el del año pasado. ¡Coño, no me acuerdo de ese hongo que deja a las hojas mustias y cohibidas, arrugadas! Esta mañana el hombre no está para ejercicios de memotecnia. Ya me vendrá el nombre. No comparte aquello que un día dijera Octavio Paz: las cosas son el nombre. De ser así, los tomates, de atacarle ese bicho que ahora no se acuerda, no tendrían remedio. Hay que echarles azufre, pero del amarillo. Dicen que es menos tóxico. El hombre detiene ahora su vista en el nogal que tiende sus brazos verdes al tenue azul del alba. Reina la calma. Los pájaros aún duermen.

Encima de la mesa, Patria de Aramburu. Ante que el fragor del día empiece a rebullir, el hombre echa mano a la novela del escritor de San Sebastián. Se detiene plácidamente en la lectura. No más de una hora. Empieza el jaleo, se rompe la tranquilidad de la alborada. Irrumpe con fuerza el latir de la naturaleza. Viandantes que vienen a trabajar sus tierras, perros que ladran a los niños que hoy salen al aire libre. Es fiesta. Puente largo para los padres, no tienen escuela. Ruidos de tractores. Imposible seguir leyendo esta novela de recuerdos, recuerdos escritos tal como le vienen a los personajes del libro. Los recuerdos, ya se sabe, nos vienen cuando les da la gana, sin orden ni concierto. Unas veces oportunos, otras desacertados. Desagradables, ¡mejor no tenerlos! Allí en el País Vasco hubo un tiempo que todo el mundo andaba disgustado. Unos por una causa. Otros, por otra. La vida de este hombre ordinario no es tan convulsa como la de Bitori o Miren. Dos mujeres que viven la tragedia de Euskal Herria, un drama intestino, contradictorio, que enfrenta a hermanos y amigos por unos ideales, amores imposibles... Al cerrar el libro, este hombre recuerda las palabras del poeta: Que se callen ahora las escuelas y los credos.

Un día le dijo a este hombre, al que a veces le da por escribir, una amiga de vida rica, no en abundancia de bienes materiales. Los justos, los necesarios para cuidar de sus dos hijos pequeños. Pero, sí llena de experiencias, viajes, divorcios, aventuras, inquietudes, desengaños, ilusiones... por sí mismas sobradas para escribir un libro. Esta mujer le dijo: ¡a ver cuándo vas a escribir mis memorias! El hombre cualquiera, aunque eso sí un tanto aficionado a la escritura, le contestó: no hay mejor manera para de verdad conocerse uno bien por dentro y por fuera, que escribirse uno mismo. Y este consejo que este hombre un día le diera a su amiga, es al que ahora se entrega. Quiere verse escrito en esta crónica para así mejor conocerse y reafirmarse.

Luego de escribir hasta lo que aquí cualquiera pudiera leer, este hombre sigue con las tareas simples del día. Cogerá el carretón para transportar los desperdicios acumulados de toda la semana. Vivir fuera del núcleo urbano tiene sus ventajas, pero también sus inconvenientes. No hay alcantarillado. Y los contenedores de la basura están allá en la carretera que va hacia el pueblo más cercano, a más de doscientos metros de donde vive. ¡Ay carajo! Mientras cargado con el carretón hasta los topes va hacia el cruce, recuerda que hoy es Primero de Mayo. Este día siempre tuvo el hombre por costumbre bajar a la ciudad, a la manifestación. ¿Olvido consciente? ¡Tal vez! ¿Desilusión, decepción? ¡Pudiera ser! La rígida institucionalización de las cosas cada vez le atrae menos. El año pasado, ya volvió bajo de ánimo. Las mismas caras de los que viven de la cosa. Los cuatro o cinco nostálgicos de siempre. Estos últimos pensamiento le entristecen, le avergüenzan, (no quiere convertirse en un revisionista amargado). Son más propios de un pequeño burgués acomodado, recluido en su pequeño y rústico tugurio.

El día dará para poco más. Comer, dormir la siesta, limpiar el gallinero, cosas insustanciales, simples, pero que son de la simpleza de este hombre cualquiera, corazón y parte. Antes de dormirse encenderá la radio para salir de su vulgaridad y empatizar un poco con las las luces y sombras de las ondas de la jornada. Por supuesto estas nimiedades de un hombre cualquiera no llenarán los anales de la historia. Siempre, siempre lo mismo, ¡pero qué bueno es poder contarlo!

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