El otro día Isidoro Galán, secretario de CCOO de nuestra región en los tiempos de la transición, fue enterrado en medio de un coro reducido de viejos amigos cantando la Internacional. Y sus notas sonaban a rancio, sin referencia alguna fuera de las catacumbas de un tanatorio a las afueras de Cartagena, ciudad otrora baluarte y resistencia frente al vandalismo de los poderes fácticos y telúricos de aquellos años.
Y un plumífero engreído quiso escribir algo al pie de esta foto fija de un jesuita obrero incinerado en el tiempo. Retórico y reiterativo debate del poder sacramental de la escritura. ¿Acaso el pintor, el músico, el escultor o el simple herrero (cada uno en su oficio), no trabaja por desvelar también qué esconde la realidad que le ha tocado vivir? Los escritores se creen llamados a salvar el mundo de sus limitaciones. Como
El principito piensan que su rosa es la flor más hermosa:
Mi rosa es más importante que todas... porque es mi rosa. El arte en sí por sí solo no salva ni basta. Necesita el que escribe transferir a su texto un fin, una intención transformadora, dejarse impregnar de la realidad para así trascender su infamia; y que sea el lector por sí mismo quien descubra el misterio de lo real.
A raíz y al margen de esta polémica a destiempo acerca del compromiso del escritor me retraigo a mis años jóvenes tras aquellos ecos trágicos de la segunda guerra mundial y más en concreto de los avatares fatídicos de nuestra guerra civil española. Y me sentí en cierta manera orgulloso de que escritores, poetas y pintores, obreros de entonces alzaran sus versos, sus pinceles, sus hoces y martillos en favor de la liberación de los pueblos oprimidos, de la paz y la democracia. Tal vez los puristas de hoy opten hoy por creaciones no contaminadas por modas y localismos u otras ideologías perecederas. Enamorados de la esencias absolutas, clásicas, inmaculadas, tal vez prefieran no mancharse arrojándose al barro del compromiso. Cuando la tierra en la que vives arde por los cuatro costados, no es humano mirar para otro lado y quedarte enajenado y autocomplaciente contemplando la pureza del fuego.
Eso ocurría antes cuando el mundo no iba tan deprisa y sus gentes no se dejaban manipular fácilmente. Hoy estamos inmunizados contra las injusticias. Asistimos impasibles ante el paso marcial de dictadores democráticos disparando a bocajarros a inocentes criaturas, expulsando de sus tierras a nativos y extraños, contraviniendo no sólo los fueros internacionales, sino el derecho natural. ¿Con qué tipo de vacuna hemos sido inoculados para perder en un pis pas el instinto de reaccionar frente atropellos tan flagrantes? Ya pueden desfilar esta mañana las fuerzas armadas por las calles de Tenerife, llover bombas y tanques de punta por medio mundo... Normalizamos lo anormal. Damos por bueno lo malo.
Frente al escritor esteta: la ética de la escritura. Existe un cierto proceder inconsciente del que no somos responsable porque la conciencia de ayer, hoy ya no es la misma. Nuestro ADN ha sido modificado de manera que nuestra piel, nuestro corazón, nuestra alma se han endurecido, somos inmunes a la piedad y la compasión. El progreso, la electrónica, la inteligencia artificial, el vertiginoso correr del tiempo... invisibles e incontrolables, atrofian nuestra autonomía y capacidad de discernimiento. Ni siquiera somos responsables de nuestra incompetencia y apatía. Nos han extirpado el órgano que generaba dichas conductas y valores. Es cierto que hay protestas, manifestaciones a diario, huelgas de hambre... Pero su influencia queda inmediatamente sofocada. Un fuego se traga otro fuego. Y así también la escritura que otras veces marcaba la ruta de lo que podría significar un cambio, dejó de ser luz y camino, se convirtió en un fin en sí misma, incapaz de transformar nada. Bella y hermosa también la conciencia literaria, pero encerrada y estéril en su propio laberinto autocomplaciente.