Colgado está del rostro de un niño que han dejado a las puertas de su casa. Hoy no hará otra cosa, se olvidará de su mal genio, de las pirañas del Nilo, de los filisteos y de los mercaderes del Reino. Atento sólo a desbrozar las malezas que obstruyan la inocente mirada, la liberadora sonrisa de este diminuto tesoro abandonado por la madratra de una guerra que presagia ser mundial. Descorrerá los visillos que cieguen el correr manso y limpio de las aguas que nacen de su corazón limpio. Espantará las alimañas y las hienas, el rumor de las balas, los aletazos de los gavilanes que acechan, y convertir quieren en llanto y espanto el sonreír divino del amanecer de esta primavera que debiera ser fértil tras las últimas lluvias de marzo.
Y escuchad bien, jefes de los Estados del mundo, capitanes y falsos adivinos, vosotros que abomináis del juicio, contrariáis a la naturaleza, que pervertís el derecho, y edificáis con sangre riberas y plazas, desolláis la piel del cordero y quebrantáis los huesos de toda la tierra que no es vuestra, sino de todos: No os atreváis a quebrar la flor de este chiquillo menor que un grano de avena, porque entonces no habrá para vosotros respuesta alguna de Dios. (Miqueas, 3)
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