lunes, 3 de febrero de 2025
Sopla el viento hacia la muerte
Cabreado espera junto a la fachada de su casa. Sopla un ventarrón que no se lo salta un galgo. El hombre salió a sacar la bolsa de la basura al contenedor de la calle. De vuelta, se encuentra con la puerta cerrada. El fuerte viento la cerraría de un portazo. Busca inútilmente las llaves en su bolsillo. ¡Me cago en la mar! Se las dejó encima de la mesita del recibidor. Tampoco lleva el móvil. No le queda otra: esperar que algunos de sus hijos aparezca. Aguanta fuera, de pie, sujetando sus nervios a la reja de una ventana.
Mientras tanto este hombre, desalojado de su casa por la borrasca Herminia, que estos días sacude la península de cabo a rabo, piensa en aquellos otros que por circunstancias peores, (una dana, un desahucio, un terremoto), se quedaron sin hogar, sin coches, sin escuela, sin su negocio...
Y el hombre que olvidó las llaves, sigue fuera de su casa, matando el tiempo a la sombra de un árbol, viendo volar a los pájaros hacia la noche de los sueños. Le viene también a la cabeza al hombre olvidadizo los 30.000 emigrantes que un día, espoleados por las plagas que azotaban el lugar en el que nacieron, tuvieron que escoger como refugio Estados Unidos. El nuevo César de este país, tierra, ayer acogedora, y hoy convertida en escopeta a la caza del extranjero, quiere encerrarlos en una isla de propiedad discutida. Manda romana. Quiere alejarlos de sus granjas y colmados para que a sus compatriotas los gringos no les falte su rico desayuno con diamantes. Olvida este señor, comandante en jefe de los ejércitos de las vallas y de las estrellas, que son estos mismos emigrantes los que cada día hornean las hamburguesas y el bacon crujiente de sus sustanciosos almuerzos, los que, hoy, con el sudor honrado de sus laboriosas manos dan esplendor y brillo a los collares y pulseras de sus emperifolladas señoras, los que enjalbegan el dorado de sus picaportes y excusados y acrecientan el estipendio de las jubilaciones futuras de sus ciudadanos.
El hombre sigue enfurruñado, sentado ahora en el portal de su casa. Esperando. Se levanta. Se pone a caminar despacio por la acera de enfrente para espantar su malhumor. Le da vergüenza decirlo, pero comparándose con otros deportados, desahuciados y exiliados se siente aliviado. Le viene al recuerdo una noticia que esta mañana escuchó por la radio. Una gerifalte de un país mediterráneo ha fletado varios barcos cargados de sudafricanos. Quiere al igual que el anterior emperador, ya mencionado, quitárselos de encima. Al diablo con esta chusma. No sois como nosotros. Iros a vuestro puto país, extranjeros de mierda. Rumbo van los negros angustiados a estrellarse contra las rocas de agua. Frente a las costas de Albania. Sopla el viento hacia la muerte.
A este hombre, que pasea con la cabeza gacha sin poder entrar a su casa, lo que más desea ahora es que venga alguien de su familia para poder por fin entrar en su querido hogar. Nadie, ningún humano, puede vivir sin desear un sueño. Y quisiera ahora el hombre sin llave y sin tabaco fumarse un cigarro, tranquilo, en el balcón de su terraza. Para más inri, olvidó también en la cocina su paquete de Marlboro.
Y el hombre de las llaves olvidadas, sigue desesperado. Cada vez siente más fuerte el viento de la borrasca Herminia que se ceba sobre el frío de sus orejas peladas. Nadie de su familia viene en su ayuda. Y piensa el hombre en aquellos pueblos cavernícolas que, allá por la Edad Media, a todo aquel loco y perturbado que incordiaba la paz augusta de sus calles y plazas los embarcaban en una nave a la deriva por el océano para librarse de sus locuras, y así poder quedarse en la gloria respirando de la hipócrita cordura de su conciencia occidental y cristiana.
Y el desalojado de su casa por la borrasca Herminia, por fin se da cuenta que no sólo el desahuciado es él. Él tan sólo es un débil reflejo, una pequeña metáfora de lo que hoy ocurre en el mundo. Los locos y perturbados no son los emigrantes, somos nosotros.
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