Dos horas antes, como reos en capilla a la espera del momento más oportuno, a la una de la noche, nos dimos cita en el lugar convenido. El cuartel de la Guardia Civil lo teníamos tan sólo a dos manzanas. Nos enfrentábamos ante un hecho de cuyo resultado dependía la educación de nuestros hijos.
La misión consistía en trepar hasta el tejado, para desde allí descender al interior de la Escuela, y una vez dentro, sustituir la cerradura de la puerta de entrada por otra nueva, para que así al día siguiente los niños del barrio pudieran empezar sus clases en un lugar digno y apropiado. La asamblea de padres había acordado el día antes ocupar aquellos nuevos locales recién construidos y que llevaban ya bastante tiempo sin ser utilizados, mientras que nuestros hijos eran atendidos en bajos de mala muerte, amontonados y sin sus servicios debidos.
¿Nuestras herramientas? Las imprescindibles: un par de linternas, una escoba, un diamante, un juego de atornilladores, una pastilla de plastilina gris, un octavo de pintura de aluminio, una escalerilla de cuerda, un par de arneses y un rollo de cinta adhesiva.
El primer paso fue desactivar el alumbrado eléctrico de la zona. Sabíamos que este dispositivo se ponía en marcha cuando la luz solar dejaba de proyectarse sobre un cuadro provisto de células foto-eléctricas. Si éramos capaces de alimentar con una linterna encendida dicho mecanismo, las farolas del alumbrado público se apagarían al momento. Y así fue como pudimos trabajar a oscuras sin ser descubiertos. El balcón de la casa del vigilante no distaba más de siete metros. A la más mínima seríamos descubiertos. La operación debía resultar limpia, un milagro.
No fue necesario cortar con el diamante el cristal de la puerta del patio para poder acceder al interior del centro. Ayudados de la escala marinera escalamos el tejado, desmontamos una de las cuatro claraboyas, la que caía justo encima del hall, y con la misma escala de cuerdas nos deslizamos hasta situarnos justo delante de la cancela. Quitamos por dentro la cerradura, y la sustituimos por una nueva que traíamos en nuestras mochilas. Mientras que uno ajustaba la nueva cerradura, igualándola, incluso con unos retoques de pintura, otro trepó para atornillar la tapa de la claraboya por la que habíamos entrado y desamarrar la escala. Luego, desde dentro, abrimos la puerta, salimos a la calle. Cerramos por fuera como verdaderos dueños de aquella propiedad. Luego nos encaminamos a retirar la linterna encendida que habíamos sujetado con cinta adhesiva al dispositivo del alumbrado. Las farolas del barrio volvieron a encenderse. La luna nos sonrió cómplice. Nuestras caras reflejaron el gozo por el deber cumplido. Antes de las cuatro de la madrugada la operación había terminado.
Al día siguiente un coro de niños y niñas acompañados de sus padres estrenaban los nuevos locales de su Escuela. A esa misma hora, la cadena SER leía el siguiente comunicado que habíamos hecho llegar a los medios de comunicación:
Desde las nueve de la mañana, día 20 de enero de 1981, un grupo de padres acompañados de sus hijos, hemos ocupado los locales de la nueva Escuela Infantil de Los Rosales de El Palmar. Después de haber agotado por nuestra parte todas las vías de solución por la vía administrativa y, conforme a las resoluciones tomadas mayoritariamente en Asamblea de Barrio, desde hoy empezamos a utilizar todas las dependencias de esta Escuela Infantil...
(1) En la novela El hombre que ríe de Víctor Hugo, la escena de "El Cerrojo Formidable" aparece en la segunda parte de la novela, en la que Gwynplaine se enfrenta a la opresión del poder y la aristocracia.
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