Miraba sin parar. Sus ojos eran sus manos, sus pies, los pulmones, el aire, el latido de su corazón clarividente. Empezó a no ver. Se llevó instintivamente las dos manos a los ojos y los sintió fríos, dos pequeños orificios con forma de almendra, tallados en piedra, sordos, insistentes, como la mirada ciega, inerte, de una estatua en medio de un jardín alborotado de niños. De repente desaparecieron de su vista el dulce azul del cielo, el rojo de las flores, el verde caliente de la hierba fresca,... y sintió tristeza y espanto. No sólo se le hicieron irreconocibles las cosas, sino que al no verlas, dejaron de existir. Le ocurrió lo mismo que a los dos hermanos de La casa tomada de Cortazar. Sintió que le habían robado su hogar, algo muy suyo, su razón de ser. Pensó que hasta ese momento su vista había sido prístina dádiva de un puro manantial. Y que el cántaro de sus ojos de pronto se había quedado vacío, sin la grata luz de sus aguas. Su mundo interior, sin visión alguna que le alumbrara, quedó convertido en desierto y noche, donde nada exterior existía. Sin referencia alguna, sin conciencia, sin sentido. Para alguien que no había hecho otra cosa en su vida sino leer, mirar, reír, vivir con los ojos, contemplar con el alma... se sintió fuera, al margen de todo, y sin la llave de sus ojos para poder entrar en su propia casa.
Y se acordó entonces de aquel amigo que sufrió una enfermedad grave sin posibilidad alguna de curación, y cuyos dolores se le hacían insoportables. Recurrió a los servicios de salud para que le concedieran el derecho a morir dignamente. Y fueron tantos los impedimentos, los requisitos, los tribunales médicos, la comisiones de evaluación y garantías , los plazos... que se cansó de esperar. Y él mismo por su cuenta, una día, se atiborró de pastillas... y ¡se acabó!
Respetó por supuesto la resolución de su admirado amigo. Pero este no era su caso. Él no era tan valiente. Su instinto de vida prevalecía frente a la pulsión de la muerte. No era aún el momento de que Eros y Tánatos se enfrentasen cara a cara. Si sus ojos ya se habían secado, si ya no quedaba más agua en sus cántaros de luz agotados, su problema era: ¿qué hacer ahora?
A partir del
momento de quedarse ciego, supo que había empezado a morir. Uno no muere de
golpe, las puertas de las habitaciones de su casa se van cerrando todos los
días, poco a poco. Pero él aún deseaba sentir el alba cada mañana, aunque no
pudiera verla. Decidió pues seguir el consejo de Rilke: contener la muerte suavemente, toda la muerte
/ aún antes que la vida.
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