jueves, 9 de enero de 2025

Las gotas tristes del agua


                                

- ¿A qué has venido?

- ¡Me hacía tanta ilusión volver a ser el hijo tuyo que nunca fui!

- ¿Y qué almazara escogerías para descargar los costales de las aceitunas de tu niñez de tizones y ceniza?

- ¡El regresar  a tu vientre, madre!

- El ayer nunca vuelve. Sólo a los muertos y a los que no han nacido se le permite tal cosa. Los viejos quedamos al antojo de una voluntad secreta que mantiene a tu pobre madre prisionera de este cuerpo añoso. Si has venido a verme morir, has llegado justo a tiempo.

- ¡Por supuesto que no! Sinceramente he venido porque no sé a dónde ir. Cuando uno pierde a su madre en el camino, sus pasos le llevan de nuevo a la madriguera que le dio el ser. Tan sólo he vuelto, madre, para que me digas si me dejé mi nombre olvidado por algún rincón de esta casa.

- Mira, hijo, sabes que para morir es menester dejar la mente en blanco, tener helados los pies... Yo no estoy ahora para esos quebraderos de cabeza. ¡Ya comprobaré, como dijo el poeta, si tras mi muerte hay ciencia!

Tienes con una mano agarrada la de tu madre. Su pulso es lento. Tu corazón, en cambio, late raudo como un perro rastreador en pos de una tórtola herida. Fuera, en la calle, llueve con fuerza. Siempre llueve cuando alguien agoniza. Tus lágrimas se confunden con las gotas tristes del agua. Y ves en la lluvia el alma de tu madre salir de su cuerpo exánime queriendo entrar en el tuyo. Y te acuerdas de lo que un día ella misma te dijo: Lo que yo fui, tú serás.




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