Pero el tiempo se despertó de su feliz letargo. Todo empezó a ir mal. Su conciencia recobró el sinsentido:
El pasado, colador en sus manos agujereadas, le mordió en el cuello, la zona más angosta entre el corazón y su cerebro. El pasado lo era, porque no estaba presente: y querer regresar de nuevo a él, era una quimera. Amaneció pues la nostalgia (regreso y dolor), la confusión y la locura.
La materialidad cercana del presente enturbió su mirada. El tiempo acalorado empezó a tambalearse como un borracho. Con la llave de sus pasos miopes no atinaba a meter llave alguna en la puerta de su casa. Su ser en ascuas, chorreaba la gota gorda. Desposeído de sí mismo quedó derrumbado fuera de su laberinto. Ahora desenrollado y libre, más prisionero era que antes.
Y en cuanto al futuro, por inexistente y no tener nombre, la herida de su vacío fue tan fuerte que lo llagó más que si lo pariera. Y lo que en su no-tiempo había sido virtud teologal suprema, motor y justificación, anticipación y placentera esperanza, todo quedó en impotencia, disfunción eréctil en pos de una pasión inalcanzable.
Y estando en este mar vertiginoso de pensamientos contrariados le vino al tiempo algo de alivio y consuelo, al recordar aquella famosa frase de los pitagóricos: El hombre es mortal en sus logros e inmortal en sus deseos.
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