Quisiera respetar la voluntad de los padres de Mateo, hacer el duelo de su hijo como ellos, en la intimidad, lejos del morbo y los mentideros, tal como lo requiere el respeto y la dignidad de un niño cuya vida ha sido injustamente arrancada de cuajo. Las connotaciones derivadas de este fatídico suceso me han salpicado personalmente y no puedo quedarme callado.
Prometo no decir nada de los xenófobos patrioteros y embusteros garrapatas que, a raíz de cualquier pretexto, acusan a inmigrantes y extranjeros de robarnos el trigo y la casa, de violar a nuestras mujeres, de secar el valle de nuestras sacrosantas tradiciones, beberse la sangre de nuestra inmaculada raza… No merece la pena hacer alusión a ellos, no les prestaré atención. Ello sería chupar más la rueda de su pútrido y falso relato y manchar la memoria de Mateo.
El que un niño haya sido asesinado por un muchacho discapacitado es un tema que me coge desprevenido, me espanta, me confunde y me lleva a la reflexión. Cuando me pongo a pensar, la mejor manera de hacerlo es escribiendo. La escritura con sus grafías afiladas tiene el acierto o la mala leche de escupir en mi propia cara mis vergüenzas más irresistibles, aquellas que me niego a reconocer, que apelan a mi conciencia y que, por supuesto, dicho sea de paso, la sociedad con sus instituciones incluidas también elude y se desinhibe irresponsablemente. El escribir duele y aclara la mente. Función terapéutica del lenguaje escrito.
En este affaire de Mateo se dan cita casualmente dos bandos en litigio: la inocencia y la locura, el dolor de dos familias que, sin quererlo ni beberlo, se ven sumidas en un mismo mar de lágrimas. Dos familias enfrentadas, desangradas por un mismo dolor, el dolor de los hijos. Uno, con un setenta por ciento de incapacidad reconocida. El otro, un pequeño de once años con la vida truncada, el balón de sus juegos y sueños pinchado y roto. Las lágrimas de los padres, (tanto del uno como del otro), me llagan el alma partida: la bondad y el dolor paradójicamente unidos, la impotencia y la incomprensión, la salud mental desprotegida, la discapacidad cuestionada, el estigma, el rechazo, la inocencia asesinada, el llanto de la madre de Mateo, la queja del padre del asesino si mi hijo cometió semejante barbaridad, fue porque tal vez nunca se sintiera amado…
La confesión del perturbado (no fui yo quien le clavó el cuchillo a ese pobre niño, fue mi otro yo), su súplica a Dios para que se deshaga del verdadero y endiablado asesino, y a él lo vuelva cuerdo, me dicen que hay enchironar la demencia, abolir la imperante locura armamentista de nuestro sistema de convivencia. ¿Acaso no es una locura de lesa humanidad la guerra imperialista de Gaza, Sudán, Ucrania...? ¿Acaso no es de locos desangrarnos los unos a los otros por quítame usted allá esas pajas? Urgente es el restablecimiento de la salud mental si queremos seguir vivos. Desplegar la operación jaula más bien contra aquellos que tienen bajo su mando el botón rojo capaz de hacer saltar por los aires nuestro planeta rompiendo contra las piedras del sinsentido las tablas del derecho natural. Desplegar más bien ejemplos de tolerancia, respeto al diferente, empatía, solidaridad..., frente a nuestra cultura cada vez más belicista...
Vivir vivo y en paz fue el deseo de un niño asesinado jugando al fútbol. Vivir cuerdo y encontrarse bien consigo, con los suyos y con la sociedad es el deseo de todo discapacitado.
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