El otro día vino a casa un joven fontanero para desatascar las tuberías de nuestra casa. Y quise yo hacerle ver el buen arte de su oficio. Incluso me recreé en la etimología preciosa de nombre tan fontanar, limpio y emergente como el de su noble profesión profiláctica indica. Y nos explayamos los dos en un diálogo parecido al que aquí abajo transcribo. Me decía el joven fontanero:
¡Cómo han cambiado los tiempos! En los jóvenes de entonces admiraba yo su combatividad y valentía, la empatía y generosidad, su compromiso con el mundo, la tierra que les dolía, sus enfrentamientos contra los detentores del capital. Hoy no es lo mismo. Ni siquiera mis hijos siguen mi estela. Hubo un tiempo en que los jóvenes de ayer querían hacerse con el poder para desatascar impurezas, el lodo y otras malezas que obstaculizaban el fluir natural del pan del agua. Querían los jóvenes revertir las conciencias adormecidas, trucadas, socializar la riqueza, combatir el egoísmo, reestablecer la justicia social, canalizar derechos, igualdad y libertades para todos.
Hoy, -insistía el fontanero-, sólo con sacar a relucir la palabra capitalista, ya tienes asegurado un lugar en el paredón de los infames. La sociedad hoy se sustenta en otros valores. Entonces los jóvenes creían que lo justo era defender lo público contra la especulación avariciosa y desenfrenada del capital privado que dejaba en la estacada a los más vulnerables. Han cambiado los tiempos. Otros son el paradigma, las referencias. Ingenuos, se les cortó el ajo. Se acabaron sus sueños. La izquierda volvió a tener rabo.
Pero es que vamos para atrás, -le contradecía yo al fontanero-, en la defensa de una ideología perversa, contra natura.
Pues yo ya ni me escandalizo que un mandatario diga con su boca de comer y con la moto sierra de sus recortes que la justicia social es injusta, que el socialismo condena a los ciudadanos a la pobreza. En este mundo de interdisciplinaridad y globalizaciones múltiples y conexas, me es muy difícil encontrar la aguja de la verdad en medio de tanta mierda atascada. Yo, por ejemplo, ni me avergüenzo de creerme que pueda ser verdad la mentira. Y me perdonen los que como usted se deshacen en un discurso tan inútil y moralizante.
No es la nostalgia, amigo, la que me hace llorar de rabia, -me sinceré con el fontanero-, sino el retroceso al que vamos desbocados, a la distopía irracional de aquellos que nos confunden diciendo que pagar impuestos es robar.
Y a los desheredados, –apostilló de mala leche el fontanero, tirando piedras sobre su propio tejado–, que nos den morcilla.
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