Los perros del resultado de las elecciones de ayer en Europa te producen vértigo, escalofrío, incertidumbre. El mundo está como una regadera. ¡Europa, quién te ha visto y quién te ve!
Intentas escribir para sobreponerte a la desgracia que se avecina. Alguna vez dijiste que gracias al escribir estabas vivo, pero ahora te sientes tan desmotivado, no tienes ganas de sentarte frente al teclado al ver que la derecha se convierte en paladín de los valores cavernícolas, la exclusión y el retroceso. Ya no ves claveles rojos por los jardines del pueblo.
Más que un ser viviente, como decía Marcel Legaut, te sientes un ser vivido a merced de la intolerancia, las fronteras, la misoginia. Esta mañana el punto de mira de tu conciencia es el electro-rabo de una inocente lagartija a quien le han cortado la cola, incapaz de regalarse con nada. Los árboles son caballos en desbandadas; las paredes y tejados de tu casa, aspas de un molino en rotación acelerada; el planeta y sus océanos, un desierto. No puedes fijar la vista en nada. A pesar de las vueltas de tu cabeza, te resistes e intentas plasmar en el papel la palabra Europa para no verla morir. Y sus letras se escapan, se estrellan contra el suelo y éste a su vez se resquebraja, y por sus grietas la e, la u, la erre, la o… se cuelan, se las traga la tierra… Y de pronto se te aparece Eliot y te pregunta:
¿Aquel cadáver que plantaste el año pasado en tu jardín,
ha empezado a germinar? ¿Florecerá este año?
¿No turba su lecho la súbita escarcha?
¡Oh, saca de allí al Perro, que es amigo de los hombres,
pues si no lo desenterrará de nuevo con sus uñas!
Tú, hypocrite lecteur! — mon semblable — mon frère!
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