martes, 14 de mayo de 2024
Yo maté a Juio César
El comisario Pepe Carvalho en una de sus conspiradoras pesquisas encontró una esquela al azar por mí escrita. Recuerdo que, como quien echa las cenizas de su cuerpo al río para confundirse con la esencia del mar profundo, la guardé entre las páginas de las Historiae de Heródoto. En el estante principal de mi biblioteca exhibía yo aquellos nueve volúmenes encuadernados en letras de oro… Hasta que un día una mano usurpadora, sin que yo me diese cuenta, se hizo con la esquela y con los libros del primer padre de la historia universal. Desde entonces me vi perdido, sin conocer mi pasado, tampoco mi futuro. Por lo que, para verme a mí mismo retratado, me vi obligado a escribir cosas sin fuste, como aquella esquela que decía: Yo maté a Julio César.
Sé de muy buena tinta que esta esquela escrita llevó al detective a denunciarme ante el juzgado. Casualidad del destino, precisamente horas antes, (o lo que es lo mismo: la tronera de más de veinte siglos), en la Curia de Pompeyo, veintitrés puñaladas acabaron con la vida del emperador de Roma.
Nunca me hubiera creído que por tan sólo yo escribir por ejemplo el dardo de la palabra atravesará de muerte tu corazón mendaz, la vida de un mandatario imperial correría peligro. Pero fue así como ocurrió. ¡Hacía tantos años! El tiempo es un instante. Yo tan sólo quise decir que estaba cansado de tanta mentira, desinformación o lawfare, como se dice ahora. Y tampoco eso, porque a decir verdad, ni yo mismo reconozco como mío lo que antes escribiera. Tal es el poder inconsciente y omnímodo de la escritura, ella se justifica por sí misma sin necesidad de ser avalada o reconocida por autoridad alguna. O como dice Octavio Paz: Cuando sobre el papel la pluma escribe. ¿Quién la guía?
Repito: el detective Carvalho fue con el cuento al juez. El juez me citó inmediatamente. Y allí mismo, ante su señoría, me hizo, como alumno cogido en falta de ortografía, escribir tres veces yo maté a Julio César. El magistrado dedujo que aquel texto por el trazo singular y virulento de mis grafías, (las eles como espadas y las jotas como puñales), a las claras me delataba. Puño y letra son suyas, -sentenció el alto tribunal.
Es cierto. Yo escribí aquella nota; pero confieso que no fui yo quien asesinó a Julio Cesar, fueron las palabras que sin yo querer clavaron el puñal en el corazón empoderado del César de Roma.
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