Creyó que sus poemas abrirían entrañas, despertarían conciencias; pero no sirvieron ni para dar de comer al perro. Y mira ahora el poeta los ojos tristes e inteligentes del animal. El perro no necesita hablar para hacerse entender, para decir a su compungido amo, (que acaba de perder a su madre), la pena que siente. Si el perro hablara, tal vez el escritor no lograría saber lo que dice.
Hubo un tiempo en que el poeta pensó que con tan sólo escribir la palabra “madre”, se abriría ante él todo un océano lleno de peces de colores. ¡Ay, letras, efímeras como las flores, como las nubes! Desaparecéis, os evaporáis. ¡Ay, textual futilidad poética!
Puede que sus endecasílabos, liras y romances fueran deleitantes, hermosos, pero nunca olieron como el laurel ni la hierba buena. El viento se los llevaba, los reducía a papel mojado sobre la playa de los ahogados. Mil sonetos no bastan para levantar la más tenue de las brisas al atardecer de un grácil beso.
Por fin, tras la desaparición de su madre, el poeta comprendió que el árbol de sus poemas que con tanto esfuerzo y esmero cultivó durante su vida, jamás se la devolvería viva. Llamó, escribió su nombre de mil manera, escogió las palabras más amorosas y bellas, ... pero no sirvió de nada.
El árbol de los poemas también murió sin decir palabra.
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