lunes, 12 de febrero de 2024

Un gato en el cementerio

 


El silencio, cuando es obligado, hace daño. Es repudiable. En cambio, cuando el silencio es la puerta que se abre para escuchar al que callado entra, al que viene de fuera, enriquece y hermana.

Para despertar a los muertos, una mañana, entré silbando al cementerio, y me salió un gato maullando. El gato gritó: ¡Sal de aquí! Este lugar es santo y está reservado a los que de hablar dejaron para decirnos algo. Salí corriendo con mi silbato entre las patas.

Cuando un torero entra a matar, no sólo calla el diestro, toda la plaza contiene el hálito en un suspiro. Es como la pausa que precede a un hecho misterioso, brutal e inesperado. Es el espasmo del público, cuando en el circo el mago se dispone a cortar por la mitad en la guillotina a la joven rubia. Las intrigas se desatan en el tumulto, en el vocerío, al calor del día. Sólo se oye el latir de los corazones apretujados en el miedo de un refugio asediado durante un bombardeo. La noche, almohada es del silencio, la trastienda de la algarabía. El ángulo oscuro de la pelea entre la mujer y el marido.

El silencio es sugerente. Cuando yo era pequeño, y sentado a la mesa veía callado a mi padre, prefería oírle hablar. Su silencio era la antesala de una reprimenda.

Allá por el siglo IV, un día, Teófilo, obispo de Alejandría, fue a visitar a sus fieles. Y los hermanos allí congregados le dijeron: Abbá, dinos una palabra que sirva de provecho a nuestra alma. El anciano replicó: Si no les inspira mi silencio, mucho menos les inspirarán mis palabras.


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