viernes, 9 de febrero de 2024

Eres una zorra



A mediados del siglo pasado. Tiempos oscurantistas. Tiempos de represión y hambre, de estraperlo y cartillas de racionamiento, vía crucis y dogmas con calzador, de blasfemias cobradas por ayuntamientos inquisitoriales, de procesiones descalzas y bajo palio salmodiadas.

López Bueno tendría entonces catorce años, un adolescente turgente y verde, cual brote de rama de olivera. Comparado con los zagales de hoy, este muchacho no andaría muy avispado en asuntos de sexo e imberbe acerca del origen de las especies, aunque eso sí, a sus pocos años, ya se sabía de memoria el catecismo del padre Astete, y leía en sus lenguas vernáculas tanto a Ovidio como a Cicerón.

Hacía ya más de una década que había finalizado en nuestro país aquella contienda cívica, por cierto muy incivil y muy poco sacrosanta, ilegítimamente inducida, inoculada a la trágala por un contubernio in-teológicamente argumentado entre la Iglesia y el Estado. Si un niño al nacer se moría sin ser bautizado, iba a parar al limbo, se quedaba para siempre como un zombi al borde mismo de las tragaderas del infierno. Y si algún matrimonio no podía tener hijos, siempre aparecía una monja dispuesta a robar el bebé a una madre descuidada. Nadie podía acceder a un trabajo sin el certificado de buena conducta firmado por el cura del pueblo. El matrimonio civil supeditado estaba al eclesiástico. Todo lo que se meneaba en aquella España gris, ocurría gracias al visto bueno de la Iglesia, Franco y el Ejército, una patria grande y libre sobre cuyos pilares y lazos la sociedad bien atada estaba. Un criadero de moralinas a mansalva.

En este estado de paz forzada, López Bueno ingresó interno en un colegio diocesano, gracias a la ayuda de un matrimonio acomodado dispuesto a paliar la pobreza de la familia del muchacho.

Un verano de aquellos, después de haber pasado julio y agosto de vacaciones en su pueblo con sus padres, hermanos y amigos de la infancia, López Bueno volvió a la capital para reiniciar sus estudios. En las caras de sus compañeros, y aún más en sus corazones, se reflejaba ese malhumorado ceño propio de aquellos alumnos a quienes acaban de quitarle su chica o anunciarles sin previo aviso un examen de matemáticas. Los primeros días del curso una persistente morriña le invadió por entero. López Bueno, tras haber dejado atrás el mullido y regalado ambiente de la casa familiar, el dulce asueto, los amigos de la infancia, como aquellos otros israelitas de la biblia a su paso por el desierto, no cesaba de lamentarse: ¡Ojalá hubiéramos muerto a manos de Yahveh en la tierra de Egipto cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne, cuando comíamos hasta hartarnos!

En uno de aquellos recreos mustios, Jacobo, un condiscípulo de Puche Bueno, tratando de animar a su compañero, le dio a leer una carta que, saltándose los controles de la dirección, había recibido de una muchacha. Nada más sacar Jacobo la cuartilla del sobre y empezar a leer ¡cuánto te echo de menos, Jacobo mío! la envidia inundó el alma desolada de Puche Bueno. Una envidia malsana y cochina. Y mientras el amigo continuaba embebido y entusiasmado leyendo: desde que te fuiste no duermo por las noches, y por el día mis lágrimas, tras tu marcha, tienen encharcados mis ojos por el fango de la rabia y de la pena, los celos de Jorge crecían y crecían como crecen los mares cuando la luna está enfadada.

Dicen que las alegrías se agrandan si uno las comparte. Cada vez que Jacobo recibía una carta, iba corriendo a mostrársela como un trofeo a su amigo. Pero a López Bueno estas confidencias le cambiaban el carácter. Se volvió más huraño con Jacobo. Y desde su interior inculpaba a su amigo por una relación que él nunca había tenido la oportunidad de experimentar. Si hasta ahora Jacobo había sido un leal compañero, los celos le envilecieron. La envidia se convirtió en dolor. Y el dolor y la tristeza de ver feliz a su amigo llevaron a López Bueno a inculpar a Jacobo. Consideró moralmente peligroso aquel pérfido carteo de su amigo con aquella señorita, ¡que dios sabe qué intereses mórbidos tendría! Y pasó de ser bueno a convertirse en pérfido y mala persona.

En una de aquellas ocasiones en la que los dos amigos se citaban a solas en el huerto del colegio para recrease en la lectura de aquellas cartas, López Bueno memorizó el remite de su linda amiguita. ¿Su intención? Muy simple. Suplantar a Jacobo y contestar en su nombre a su amiga con una carta que entre otras cosas le decía: Eres una zorra, no se te ocurra escribirme más en tu vida.

Y aquí acaba este cuento de como la rama turgente y verde de una olivera se echó a perder por culpa del gusano de una moral carpetovetónica.

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