viernes, 23 de febrero de 2024

Efecto mariposa



Las ocho de la mañana más o menos. A esa hora ya estaba yo dando porrazos con el cincel y la martilla. Mi intención era agrandar la cocina derribando la pared del trastero contiguo al corral. De pronto sentí que el suelo se tambaleaba bajo mis pies. La casa, toda sorprendida, empezó a zozobrar como un frágil velero atrapado por la vorágine inesperada de una tormenta imprevisible.

Fue precisamente aquel mismo día en que yo que me había puesto manos a la obra cuando el terremoto sacudió la mitad del país. Supe lo del terremoto luego, al escuchar por la radio que el Centro Sismológico Nacional había detectado un corrimiento de tierra cuyo epicentro estaba justo debajo de la zona residencial donde a la sazón yo vivía por aquel entonces. Tengo que reconocer que me asusté, no por los daños originados en nuestra casa, que por suerte resultó indemne, sino por creer que todo aquel estropicio provocado por el seísmo tendría que ver conmigo. Grande era el impulso de mi puño abrazado a la martilla. El aleteo, mis ganas y la furia se hacían valer contra el inocente muro que rebelde se resistía a ser abatido por mi inusitada fiereza. Tanta era la fuerza con la que yo trataba de demoler los ladrillos, que me pregunté si esa misma fuerza pudiera haber conmovido hasta los cimientos de la tierra y causar tal cataclismo. Y al contemplar luego los edificios colindantes a mi casa, sacudidos y venidos abajo, pisoteados como colillas de un cigarro… Y ver a mi pobre vecina Angustias chorreando sangre por la frente en la misma puerta de la cuadra donde a esa misma hora había acudido a echarles hierba a los conejos… Me sentí pues de algún modo responsable de tanta devastación y desastre.

Tan mal me sentí que de inmediato me dirigí al juzgado de guardia más próximo para auto denunciarme. El juez no me mandó a la cárcel, pero sí hizo venir a un forense. Y entre el magistrado, el forense y el equipo psicológico, todos al unísono decretaron recluirme en un manicomio. Pasado un mes, encerrado en aquella casa de locos, mis delirios de culpabilidad se calmaron, por lo que los inductores de mi enclaustramiento decidieron por fin ponerme en libertad.

Nada más salir de aquella residencia, mal llamada de salud mental, a todas las mariposas que me encontré en el camino les di caza. Recuerdo que era primavera. Recluté una docena de estos insectos chupadores. Al llegar a mi casa los puse en hileras encima de la mesa de la cocina, los rocié previamente con cloroformo para adormecerlos y que no sintieran las pobres mariposas lo que posteriormente hice con ellas. Una a una les fui cortando las alas. Luego ya sin sus élitros voladores-arrasadores, las metí dulcemente acopladas en una cajita de cartón agujereada para que pudieran respirar. Y por correo se las remití al juez aquel que decretara mi ingreso en el psiquiátrico. Previamente introduje también en la caja una breve nota en la que decía:
Aquí tiene su Señoría a los autores del terremoto por el que injustamente fui yo encarcelado. Pero por favor, señor juez, sírvase usted de indultarlas. Sin sus alas devastadoras no creo que puedan provocar ya ningún otro terremoto.


No hay comentarios:

Publicar un comentario