domingo, 10 de septiembre de 2023

No quiero morir todavía


 
Antes, cuando se sentía acosada e insegura, despreciada por ser tildada mujer-sexo-débil..., siempre tuvo un rincón amigo donde acudir y ponerse a salvo.

¿Os habéis visto alguna vez sumidos en un pozo de desesperación, amenazados, con esa necesidad vital de escapar y sacar de vuestro encorsetado tórax los pulmones para no ahogaros en el crepitar del fuego interior de vuestros miedos y locuras? Aquella antigua y tremenda imagen del 11-S, cayendo cuerpos de personas despavoridas desde lo alto de las Torres Gemelas, me viene ahora a la cabeza: ¡Cuánta debió ser la desesperación de estas pobres gentes para lanzarse al vacío de manera tan suicida!

En momentos en que todas las puertas se le cerraban, que le faltaba el aire, que un frío descomunal o un golpe de calor le paralizaba la mente, que un abismo insondable bajo sus pies se le abría, siempre tuvo los brazos de Leonard, un buen y siempre compañero donde guarecerse sin que éste le pidiera explicaciones por sus depresiones y manías. Al igual que esa niña pequeña, que abrumada por un infernal sueño, acude atemorizada a la cama de su madre reclamando auxilio… Pero Virginia ya no tiene madre. Su madre murió cuando ella apenas tenía diez años. Tampoco la autora de La señora de Dalloway hoy es una niña.

Antes de ahora, siempre tuvo un hogar y un altar, una hermana, su amiga íntima, Vita Sckville-West: Vita, vayamos a cenar juntas al lado del río, a pasear en el jardín a la luz de la luna. Tengo tantas cosas que contarte en la oscuridad…. ¡Ven, piensátelo, déjate a tu marido!

Cuanto más escondido se encuentra el abrevadero donde ella en tiempos de tribulación y congoja acude a remediar su desesperación, más reconfortante es su alivio. Desbocada huye de la tormenta, de los abusos de sus hermanastros, de las zancadillas de los garrapatas que no la dejan ser ella. Busca un hombro en el que reclinar su pena, ese pulpo de mil cabezas que atenaza por los cuatro costados su extraordinaria y estrangulada mente. Histérica, como un demonio, se pone cada vez que el fuego enemigo hace blanco en su acelerado y sobrecogido cerebro de mujer ninguneada. Gracias a sus lecturas y a sus libros, a su sensibilidad e inteligencia, Virginia se sobrepone a su depresión y a sus locuras. Pero hoy no tiene a nadie. Está sola.

Su corazón es un pobre casón deshabitado, lleno de recuerdos olvidados, simientes fallidas. No tiene a su lado una mano que la levante o que la sepulte aún más en el dolor hasta perder definitivamente ese dolor que definitivamente la mate. Ya no le queda cosa ni nadie en el mundo donde agarrarse, ni quien la agarre. Eso al menos es lo que su desquiciada cabeza piensa.

Esta mañana de otoño, Virginia ha salido a pasear con su perro por la ribera del río Ouse, cerca del pequeño pueblo de Rodmell. Sentada está en el suelo al pie de un alto fresno. Se ve a sí misma como una de esas pequeñas hojas amarillas caídas del viejo árbol. Son ya casi sesenta años que sus huesos vienen soportando la gravedad testaruda de un tiempo majareta. Y ella, la que un día escribió en su diario no quiero morir todavía, se llena los bolsillos de piedras y, seducida por el apacible y natural fluir del río, se arroja precipitadamente a sus eternas aguas. Los ladridos del perro se oyen más allá de la orilla solitaria de la que un día hablara Lord Byron.


No hay comentarios:

Publicar un comentario