sábado, 16 de septiembre de 2023

Desatino de la palabra Igualdad



El día había amanecido con viento. Cosa rara en aquel tranquilo domingo de septiembre. Como de costumbre, me dirigía al edificio Torre España situado en la calle de Goya, justo antes de llegar a la plaza Felipe II. Desde las afueras donde vivo, hasta la casa de mi señora doña Pepita, hay más de una hora y media caminando. Tiempo suficiente como para desnudar un santo y vestir a otro. El sol se colaba entre las ramas de las moreras que escoltaban mi marcha en busca de las lentejas para mi yantar necesario. Las hojas volátiles de los árboles sobre la acera deformaban mi figura. Mi cuerpo no se ajustaba del todo a la imagen de donde procedían; más bien su sombra me quedaba como esos vestidos que me presta mi vecina: unas veces las hombreras me caen desequilibradas, otras son las mangas o el canesú que no se ajusta bien a mi presumido canalillo.

Trabajo como criada. Ando escasa de medios, por lo que poco puedo presumir de mis pertenencias. Libre estoy por tanto del boato mundanal y las apariencias farisaicas tan contrarias a ley del Cristo que profesan mis señoritos donde sirvo. Ayer mismo salí de casa, tarde y muy deprisa. Al llegar al apartamento de doña Pepita, su esposo, don Romualdo Rodríguez, rector de la Universidad Pontificia, ¡eso sí!, muy amablemente me advirtió: ¡Por Dios, chiquilla, que lleva usted la falda del revés! La verdad que me sentí avergonzada, dado que ya en otra ocasión también tuvo que llamarme la atención porque los ojales de mi bata no se correspondían con sus respectivos ojales. ¡Joder con el hombre éste! Más que catedrático de derecho canónico, debería haber sido ayudante de dedales y agujas del estilista Balenciaga.

Pues bien, como decía, aquella mañana en calma en la que el viento destrozaba la sombra de mi cuerpo contra las baldosas de la calle de Goya, desgraciadamente el joven con el que siempre me cruzaba en el trayecto, no se fijó en mí tan encandiladamente como solía. Su atenta y cortés mirada me daba fuerza para aguantar durante toda la jornada los rapapolvos acerca de mi vestimenta por parte del esposo de mi patrona, caballero muy bien forrado y trajeado y además miembro supernumerario del Opus de monseñor Escrivá. Sí, ya sé que las sombras son muy caprichosas y juegan con nosotras mostrándonos caras y formas no siempre de nuestro agrado. Y así llegamos hasta avergonzarnos por ello. Y nos comportamos como el inmigrante que se desprende de su nombre y documentación para no ser devuelto por la guardia fronteriza a su lugar de origen. ¿Mienten la sombras o somos nosotras más bien las que afeamos nuestra natural belleza? Pero dejémonos de jugar a los espejos. Y continuemos con el hilo del incidente que me acaeció aquella mañana camino de Torre España, en la que se truncó mi destino.

Primero: me quedé sin el saludo complacido de aquel bello y sonriente muchacho que con el tiempo pudiera haber sido mi futuro marido. Segundo: más abajo se verá, si me dejáis que llegue hasta el final.

Para mejor darme cuenta y sentir y apercibirme de que aquella sombra rara que me antecedía, era la mía, y no otra venida de otros cuerpos, farolas, aleros, semáforos u otros objetos fijos, transeúntes o móviles, empecé a moverme lentamente, muy lentamente, y entonces fue cuando ya no tuve ninguna duda, esa sombra que alocada se movía sobre la acera de la calle, era la mía, pero de ninguna manera se correspondía con la idea que yo de mí misma tenía. Fue entonces cuando me paré en seco para despistar a mi sombra y ver si ella sola, desprendida de mí, seguía el camino. Salió a estampidas delante de mí. Corrí detrás de ella pero no pude alcanzarla. Dio la casualidad que los Servicios del Orden de una manifestación, convocada precisamente ese mismo día, domingo 24 de septiembre, me impidieron el paso. Por la defensa de la Igualdad, rezaba la pancarta que presidía dicha concentración.

Mi sombra por tanto llegó antes que yo al apartamento de doña Pepita y don Romualdo. Y de nuevo el egregio catedrático, nada más ver entrar por el hall del edificio Torre España a mi sombra, completamente desnuda, desprovista de mi habitual atuendo, exclamó como canónigo magistral desde el púlpito de su escrupulosa conciencia: Desvergonzada mujer ¿Hija de Satanás, cómo se atreve a entrar en mi casa de esta guisa tan obscena, y de sí misma divorciada? ¡Relegada queda usted inmediatamente como empleada de esta santa y bien uniformada casa!

Y  así fue, por culpa de una manifestación por la defensa de la Igualdad como fui despedida de mi trabajo y a la Desigualdad condenada. Desatino de las palabras.

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