martes, 20 de junio de 2023

El fallecido



Los sueños, al traspasar la realidad, libres de las contingencias del tiempo y del espacio y de las categorías que encorsetan la esencia de las cosas, se parecen a un acto poético. Y así, soñando, podemos experimentar que los huevos podridos saben a canela, que el sol sale a media noche, o que los lobos tienen colmillos de azúcar.

Esa noche yo había soñado que estábamos varios amigos de juventud pasando una velada de asueto en una casa de campo. A uno de ellos lo habíamos enterado hacía unos dos años. Murió en un accidente de moto a la entrada de Fuente Álamo. Pero en los sueños los muertos viven y hablan, son capaces de cruzar las cavernas del olvido en las que el dios Hades los mantiene retenidos. Y nuestro amigo el fallecido allí estaba también con nosotros, había tenido la generosidad y la grandeza de venir desde el otro lado al caserón donde nos habíamos congregado aquella tarde.

Recuerdo que el salón donde en animada y recurrente conversación estábamos, además de nosotros había también un frigo enorme repleto de botes de cerveza. La conversación al detalle, tampoco la recuerdo muy bien, tan sólo una pregunta que yo le dirigí a nuestro amigo el muerto: 
¿Estuviste tú también en el funeral aquel día que te enterramos?
Noté en su aspecto, en su fruncida frente, en el encogimiento de sus hombros un velado disgusto. Y fue cuando me di cuenta de mi metedura de pata. Mentarle al muerto su propio entierro, había sido una provocación innecesaria. En casa del ahorcado no se debe nombrar nunca la soga. No había sido justo por mi parte hacer revivir a nuestro amigo el fallecido el mal trago de su muerte. Y sin tener en cuenta mi impertinencia, en lugar de contestarme de malas maneras, añorando tal vez su anterior estado, con cierto halo de dulce tristeza, escuetamente me dijo:
Sí, allí también estuve yo, de lo contrario no me habría muerto.
Quise pues disculparme:
Sí, ya sé que tu cuerpo inerte y frío estaba delante de nosotros mirándonos con tus ojos cerrados agradeciendo nuestro pésame.
Y como reparación inmediatamente abrí la nevera y saqué un montón de latas. Mientras entre los amigos las repartía, exclamé pletórico:
Ahora lo que toca es agradecer el retorno de nuestro amigo el fallecido. ¡Bebamos pues todos a su salud!
Al oír el fallecido la palabra salud, de nuevo me miró extrañado y dolido. Con ese dolor que incluso después de muertos sienten los fallecidos. Pero aun así, a pesar del desdén que yo noté en el arqueo de sus cejas, con gesto cordial añadió:
La mayor ventaja que tenemos los muertos es que la muerte nos agració con la pérdida de la memoria.
Ya sé que lo que sigue huele a plagio monterrosiano. Pero la verdad es así como pasó:

Cuando al día siguiente me desperté, el frigo estaba abierto, completamente vacío. Y delante de mí se encontraba mi amigo el fallecido, dándome los buenos días. Habíamos quedado aquella mañana salir los dos a pescar barbos al río Lete.

1 comentario: