jueves, 30 de marzo de 2023

Inmortalidad impostada


 

... acabo de tomarme unas copas en compañía de mis colegas; creo que ni siquiera los albañiles beben tanto como los poetas. (Geoff LeShan. Poeta galardonado por El bosque de pólvora).


Entre expectante y curioso, bien pegado al libro, empiezo a leer los dos primeros capítulos de El imperio de Yegorov. El diario y las cartas no me cansan; son cebo fácil y fresco para mi sed lectora. Un dietario, unas epístolas son menos proclives al engaño y a la fabulación, se ajustan más a la verdad, (aunque ésta sea futurista o inventada), se prestan mejor a una comunicación veraz, íntima y cercana.

Sigo leyendo. El texto me resulta agradable y claro, a pesar de su espesa, extensa y sucia trama. El escritor me lleva por ambientes esotéricos, rocambolescos, novela negra, tradiciones y lugares a mí ajenos: Japón, Nueva Guinea, California, Washington, Moscú… Tal vez Manuel sea un viajero infatigable, o acaso dotado esté de una imaginación prodigiosa. Narrativa exenta de descripciones complejas, lejos de florituras y ramajes-rococó que enturbiarían mi simplicidad como lector acomodado. Oraciones escuetas, de subido realismo: Esta noche nos hemos besado. Siento como si estuviera subido en una nube. Ni siquiera echo de menos Osaka. El paraíso está aquí y se llama Izumi.

Alabo el arte (la destreza trabajada) de Manuel Moyano en su obra finalista del Premio Herralde de Novela. Envidio su proeza experimental en busca de otros formatos: informes, correos electrónicos, grabaciones, comentarios en redes, interrogatorios policiales, blogs, recortes de periódicos y revistas. Me resulta El imperio de Yegorov original por su estilo-híbrido, atrevido y novedoso. Al leer cada uno de los treinta y dos capítulos (documentos), escritos de forma distinta, confieso que he de hacer un esfuerzo de reubicación, adaptar mis ojos a planos diversos, con el cansancio derivado de este nuevo método de lectura a base de fotogramas y flashes y que por otra parte, por su carácter práctico debieran serme más comprensibles. Acostumbrado estoy a leer historias, relatos, leyendas, de manera continuada, cronológica, consecuente, sin sobresaltos de claves y transportes comunicativos, sin muchos vericuetos anticipativos que más bien me confunden y desorientan. Pero aun así, confieso que este contraste de estilos enriquece y me reconforta por su variedad destacada. Todo lo nuevo place, o como dice el refrán gallego: Cada día gallina, amarga a la cocina.

Opta Manuel Moyano en esta obra por el humor patafísico, escatólogico, muy próximo al disparate y al esperpento, recurso imprescindible y necesario en toda literatura clásica que se precie, y que adoba con sucinta hilaridad la seriedad de mi vida como lector escapista hacia la caza de una inmortalidad impostada: Creo que he cometido un grave pecado al tratar de burlar las leyes de la naturaleza… Uno debe ser feliz con lo que el destino le ha dado.

Por último, no deja de sorprenderme el sarcástico ditirambo final con Agradecimientos, guinda que corona el buen hacer utópico del que hace gala Manuel Moyano, convirtiendo en creíble y normal lo inaudito, y transportando una historia estrafalaria en una creación excelente y vanguardista.



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