lunes, 5 de diciembre de 2022

Amén


Un buen sumiller degusta y pone nombre a un buen caldo por su cuerpo, textura y color; sin embargo no hay palabras en el mundo para definir el ebrio y sabroso vino de los encumbrados sentimientos que ayer al mediodía, desbordó feliz la copa de los corazones de una docena de amigos. Tan subidos y enardecidos son algunos estados del alma que no hay palabras que escalen tan celeste altura.

Amigos de tiempos inmemoriales, de una juventud-tesoro quedan en verse en la Plaza la Cerámica, en un restaurante cuyo nombre, La Chimenea, responde a uno de los tantos iconos emblemáticos que se alzan en Molina de Segura. Monolitos, altas columnas, conos industriales de ladrillo visto, callados testigos de una época conservera y proletaria que, gracias al esfuerzo mancomunado del trabajo y la invención humana, dieron vida a un humilde pago, convirtiéndolo en una de las ciudades más señeras de nuestra región.

Reservan aquí los amigos un espacio protegido y recóndito para su apetente-comida-festín. Sus oídos, ensordecidos por los truenos de las muchas tormentas de credos e infidelidades, de renuncias y de amores…, necesitan refocilarse en el sosiego, un lugar ameno donde el tiempo, seducido por una conversación sincera y dichosa, detenga sus saetas y tenga a bien hacerse intemporal y eterno.

Quien de ellos no está cojo, es sordo. El que oye, no ve. El ciego, recién operado está de cataratas. Aquel, sobrevivió a un infarto; y este otro tiene mañana cita con el neurólogo. Pero todos lucen en sus doradas solapas el escudo victorioso de la amistad y el humor. Rondan ya casi los ochenta. Todos, no; porque el reloj de algunos dejó ya de sonar, se quedaron sin pilas sus cuerpos. Y, al recuerdo ahora de sus almas, un silencio sagrado descorre la cortina de una luz a oscura y siempre encendida.

A pesar de la provecta edad de los reunidos la conversación es jovial y cantarina. Quien desde fuera los oyera diría que son niños en el aula, sin un maestro que les reprenda. Parecen gorriones en primavera, hierba verde y fresca por los prados de un ayer evocado y destapado sobre una mesa rica en gustos, colores y alimentos. El arco iris de un coloquio respetuoso y tierno va desde el salado de la mojama, al rojo picante de los pimientos; del dulzón chocolate de la tarta, al acendrado gualdo del queso y las almendras, el rojizo de las nueces, el morado de la lombarda, el subido ardor de sus caras, el pletórico azul de sus pulmones, el achispado brillo de sus ojos, la sangre galopante de recuerdos, chascarrillos, ocurrencias... Todos hablan, y si alguno calla, su silencio es agua clara más comprensible y sabia.

Recuerdan riendo sus llantos de niño, allá por la década de los cincuenta en el dormitorio de san Luís. Lloraban porque a su lado no tenían una madre que les consolara. Pero no todo fueron lágrimas, como en aquella ocasión, cuando un compañero se levantó decidido de la cama y se encerró sonámbulo en un armario. O cuando el pasante tras el silencio prolongado y obligado de la siesta decía ¡Benedicamus Domino! y de golpe y al unísono todas las flores del huerto se ponían a gritar locas de contento.

Las horas que duró la fiesta pasaron a velocidad relámpago. Einstein llevaba razón: el tiempo no corre igual para todos. Es fugaz para la dicha y el encuentro; y tardo para el dolor y la pérdida. Y se hizo casi de noche. Los amigos se despidieron prometiendo volver a verse. Alguien insistió en este propósito diciendo ¡Amen, y que así sea!


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