Quise yo en mi cumpleaños hacer un marro al tiempo, ocultar a las estrellas la fiesta del aniversario de mi nacimiento. No es fácil engañar a las constelaciones que guían y miden nuestro vagar por el universo. Al dios Cronos, al igual que a una madre, es muy difícil convencer que no somos sus hijos. Todo lo que se menea bajo el sol es contabilizado, cronometrado. Nada escapa al ojo del Gran Hermano. Su mirada de águila almacena todos y cada uno de los datos que configuran nuestra existencia. Somos hechura de una gran computadora que reduce a algoritmos hasta nuestra individual conciencia.
En estos días de agostamiento planetario en el que está en juego nuestra subsistencia, y ante los muchos consejos y advertencias institucionales de no derrochar aliento alguno, no malgastar el agua, no derramar el vino, no desaprovechar el fuego, gestionar, racionar, racionalizar, ralentizar, someter a hibernación los sueños, las calculadoras, el gas, el llanto de los perros, los fondos de inversión, el sonreír de las palomas, (todo menos la proliferación militar y armamentista), quise yo, como digo, sisarle un cacho, tan sólo un año de mi vida, al tiempo. Llevado por este pensamiento de reserva y contención, al igual que esos árboles que sólo se podan cada dos años, quise dejar este dos mil veintidós a cero, no contabilizarlo en mi haber, mentir al tiempo mi tiempo, para así alargar cuatros estaciones más el trayecto de mi vida.
Esta mañana, repito, quise situarme fuera del poder de la gran máquina computacional que registra y convierte en tiempo cada movimiento, pasar de puntillas por el espacio del Universo, situarme fuera del tiempo. Me pasé de listo, porque al momento Facebook me dio los buenos días: Juan, felicidades, hoy es tu cumpleaños. Y heme aquí ahora que me veo encadenado, sintiendo que yo no soy real, sino una imagen creada por un robot al que yo mismo le había vendido antes, sin saberlo ni quererlo, mi memoria, el historial de mi vida, mis gustos y aberraciones, mi perfil, mi futuro y hasta mi alma. No hay un estornudo, ni un pedo, ni un beso que de mí culo o de mi corazón salga, que registrado no quede en el hipotálamo computacional de un generador informático. Me pasé de rosca. Y enredado estoy en los circuitos neuro-científicos de estas redes que me han convertido en un subproducto virtual, artificial inteligencia, hecho a su semejanza. Y ya no sé si soy yo o soy la máquina.
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