miércoles, 28 de septiembre de 2022

Una pequeña confusión



Escapar del miedo no depende de ti. Es innato. ¿Quién podría escapar del miedo, si a veces nos atenaza como si quisiera arrancarnos los genitales de un cuajo? ¡Ay que ver cómo sus pinchos se nos clavan en lo más hondo! Resistimos un daño físico por muy grave que sea, la rotura del fémur, la inflamación del trigémino; pero cuando las altas olas de los miedos irrumpen contra el acantilado de nuestra mente, es nuestra alma la que acorrala al cuerpo, sacudiéndolo, torturándolo hasta el insomnio, la fatiga, la ansiedad y el aturdimiento. Duda e inconciencia. Miedo y falta de discernimiento se dan la mano. El ser humano es una veleidad incomprensible. Un día llegaremos a conocer nuestro propio origen, pero nunca podremos comprender el porqué de nuestra fragilidad, la causa de nuestros infundados miedos. ¿Qué fuerza o qué debilidad se ocultan en el corazón humano? Unas veces subimos y nos alzarnos victoriosos, seguros, sobre la cima más alta de nuestra humanidad, y otras, hundidos y temerosos, nos sumergimos en el infierno más profundo de la indecisión, el terror y la zozobra. El miedo nos lleva a la huida, a no enfrentarnos a la realidad. El miedo desquicia el juicio, quiebra nuestra determinación, conduce a la locura, estropea los mejores propósitos.

Lo mismo una madre aterrada estrangula con el cable de carga del móvil a dos de sus tres hijos por despecho hacia el marido. Y otra misma madre se interpone ante el cuchillo de su desalmado cónyuge, dando la vida por su hijo. ¿Cuál es el resorte que nos hace comportarnos de manera tan disparatada? Cada vez que alguien comete un crimen en cualquier parte del mundo, te preguntas si tú misma en sus mismas perturbadas circunstancias no hubieses hecho lo mismo. La maldad de uno es una mancha que salpica a toda la sociedad. La bondad debería comportarse igual: hacernos buenos a todos. ¿Por qué el miedo es cobarde y elige la oscuridad de la noche para huir de su anunciante tragedia?

Aquella noche plácida de junio salías de tu casa para reunirte con tus amigas en el bar de La alegría. Nada más abrir la puerta de la calle sospechaste de un seat negro, un ciento veinticuatro, aparcado en la misma esquina del callejón donde vivías. De pronto viste bajar del vehículo a tres hombres. Se te cruzaron los cables. El miedo se apoderó de ti. No tenías escapatoria. Ilusa, volviste rápida sobre tus pasos y te metiste de nuevo en tu casa. Pensaste, estos vienen a por mí. ¿Quién se dejaría coger por un perro rabioso que intenta morder? Al momento estos mismos hombres llamaron a la puerta. Se presentaron como policías y te detuvieron allí mismo. Aun a sabiendas que somos inocentes huimos cuando está en riesgo nuestra libertad. Te resististe. En el forcejeo te golpearon produciéndote una gran fisura en la frente. Te pusieron las esposas. Con tus manos atrás y sin poder moverte, con sus botas hicieron palanca contra tu espalda. Te arrastraron hasta meterte como un fardo en el coche. ¿Por qué las hienas eligen la noche para bajar al arroyo y apagar su sed de represión y violencia? Al menos ellas consiguen su objetivo; pero tú, pobre fugitiva del miedo, cuanto más intentabas librarte de sus garras, más perdidamente te adentrabas en su temida garganta.

El comisario te dijo: La prueba más palpable de que eres culpable es que pusiste pies en polvorosa. Le contestaste: Huir puede que sea cobardía, pero no es un delito. A quienes  deberían detener es al miedo, ese mismo miedo que ustedes llevan dentro y que les lleva a  comportarse como temerosos energúmenos. El mismo miedo en sus ansias por escapar nos atrapa inocentes en su ratonera. Luego después de estar varias horas detenida, los guardias te dirían que todo se debió a una pequeña confusión. El sospechoso por tenencia ilícita de estupefacientes era un vecino que vivía en tu misma escalera.

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