Todo se me da igual, la crisis energética, Zaporiyia, la fisión del uranio, los pectorales de Zelenski, el pistolero andar de Putin, el gesto provocador de los puños de Trump, los estampados estampidos de los trajes de la ministra de hacienda, la posible renuncia de Jorge Bergoglio al papado de su silla de rueda, la salud de Julio Iglesias, la subida de la gasolina, el futuro de mis hijos... Hoy todo me es ajeno. Nada de lo que se mueve en el mundo conmueve mi ágrafo corazón de piedra. La pluma, incapaz de devolverme el generoso esplendor, (o en su caso, desdichado semblante), con el que me da los buenos días la mañana.
Yo ya había oído hablar de la amargura del escritor, de su tragedia ante la impotencia de su oficio ante el abismo, del vértigo irremediable de la inanidad ante una hoja en blanco. Y me viene ahora aquella imagen de mi infancia. Ayudaba yo a mi madre a escurrir las sábanas. En aquel tiempo no había lavadoras ni centrifugadoras. Después de enfandir las sábanas en el barreño, antes de tenderlas en la soga del corral para que se secaran, ella, mi madre, de un extremo, y yo del otro, los dos tirando, estirando, tensando lo más posible las sábanas, debíamos ir dando vueltas en sentido contrario para que el agua acumulada en sus pliegues se escurriera toda y así tenderlas para que más pronto se secaran al sol y al aire. Bien, pues había un momento en el que ni una gota de agua caía por mucho que retorciéramos la sábana. Yo ya no sé si, porque ya no quedaba más agua en el vientre de la sábana, o acaso porque nuestras fuerzas habían llegado al límite…
Pues eso es lo que este lunes último del verano pasa, cuando al escribir me pongo, y veo que ni una letra sale de mi infructuoso afán. Pienso que estoy acabado, o que muerta está a mi lado la realidad que vida e ilusión debieran alentarme. Y recuerdo también el viernes santo de mis años de niño. Todo se paralizaba. Los pájaros no hacían nidos, nadie trabajaba, el aire no silbaba. Prohibido estaba cantar, cocinar. Los niños no podíamos jugar a la pelota. Los curas en ese día del año no decían misa. Dios había muerto y la creación toda suspendida, sin vida quedaba. Nada tenía sentido. Todo dejaba de ser. La naturaleza entera, sin que nadie la escribiera, toda ella era una página en blanco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario