martes, 2 de agosto de 2022

Cinco metros de poemas

 


Al leer esta tarde La literatura es fuego, por curiosidad me pregunto quién escribiría tan desafiantes palabras. Compruebo para mi sorpresa que tanto su autoría, como el alto contenido del texto de donde esta frase ha sido extraída, pertenecen al discurso que allá en la Venezuela de 1997, pronunciara un entusiasta joven Vargas Llosa con motivo del recibimiento del premio Rómulo Gallego por su novela La casa verde. Discurso que es todo un homenaje a un poeta ignorado, hambriento y soñador, llamado Carlos Oquendo.

Más de una vez me he manifestado contra este Nobel vanityfair. Nunca menosprecié su buen y extenso hacer literario. En ese campo, todos mis respetos por Vargas Llosa. Mi desafecto viene más bien por sus maneras cortesanas, por sus inclinaciones pseudoliberales y conservadoras, por sus referentes políticos (Reagan, Thatcher, Popper…), por su carácter engreído y machungón. Nada que ver con su magistral oficio de fabulador de historias.

Ya antes de escuchar a Vargas Llosa decir que la literatura es fuego, que ella significa inconformismo y rebelión, que la razón del ser del escritor es la protesta, la contradicción y la crítica, había oído yo hablar de sus desavenencias con Hacienda, así como lo de aquella sonada bofetada, (tal vez por motivos de faldas), dada por el escritor peruano a García Márquez. Sé muy bien de mi nula razón al opinar sobre asuntos íntimos e ideológicos de otros. Cualquier individuo es muy dueño de decantarse por teorías distintas a las mías, o de enamorarse de Julia, de Isabel, o de la mujer que le plazca.

Pero no puedo evitarlo: detrás de un buen texto intento siempre vislumbrar la catadura ética de su autor. Quisiera librarme de este rancio moralismo mío literario. Sé de estupendos escritores que fueron defraudadores, nazis, criminales, sadomasoquistas, suicidas…, pero sus conductas ¡nunca emborronaron ni me impidieron admirar la belleza de su literatura!

Sigo leyendo el discurso de Vargas Llosa y, después de lo que ha llovido desde aquellos viejos años militantes, no creo que sus palabras de ayer volverían a salir hoy de su pluma: La literatura es una forma de insurrección permanente y ella no admite las camisas de fuerza. La literatura puede morir pero no será nunca conformista.

Aclaradas estas contradicciones tan comprensibles e inevitables en el ser humano, agradezco a Vargas Llosa el darme a conocer a Carlos Oquendo, un compatriota suyo a quien trata sacar del olvido: un hechicero consumado, un brujo de la palabra, un osado arquitecto de imágenes, un fulgurante explotador del sueño, un creador cabal y empecinado que tuvo la lucidez, la locura necesarias para asumir su vocación de escritor como hay que hacerlo: como una diaria y furiosa inmolación.

Ante tales elogios, rebusco en la obra de este poeta celebrado por Vargas, y descubro que Carlos Oquendo fue autor de un solo libro, Cinco metros de poemas (Lima, 1927), de no más de treinta páginas.

Con La aldeanita de seda de este vanguardista poeta que fue encarcelado y expulsado de Bolivia por sus ideas políticas y que los cañones de la guerra civil española borraron su tumba de la tierra, brindo yo también por su memoria:

Aldeanita de seda
ataré mi corazón
como una cinta a tus trenzas
Porque en una mañanita de cartón
(a este bueno aventurero de emociones)
Le diste el vaso de agua de tu cuerpo
y los dos reales de tus ojos nuevos

 


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