lunes, 4 de julio de 2022

Infancia desnutrida y reseca


 
Cuando empieza a llover hay que dejar todo lo que uno lleva entre manos, pararse frente a la ventana, o incluso salir al portal de la casa y ponerse a contemplar la lluvia como si fuera lo único en el mundo que importa. E incluso si te coge durmiendo y oyes la lluvia aporrear los cristales de tu ventana, debes ser muy ingrato si no te levantas a contemplar este milagro, aunque sean las cinco de la madrugada.

Cada vez que llueve se le desinflaman al niño los granos de pus que le salieron en la barriga cuando era pequeño. ¡No veáis cómo aquellos bultos relucientes de hinchados le apretaban la carne vacía por dentro! Y en el momento en que la nube descargaba su cuba de agua por el callejón de su casa, de repente sus dolores, las bambollas del hambre, el berrinche de su padre, el malhumor de su madre… la rambla se los llevaba. Aquel gris iluminado del agua era una bendición.

El niño de ayer, aquel de las bambollas puñeteras en su estómago, hoy, ya mayor, se levanta nada más oír llover, y ve a su padre, a su abuelo, a la familia entera risueña y sabedora que la lluvia hará crecer el cereal y habrá pan en el amasador, mantecados y tortas de miel para todo el año. Y aquella humedad del agua como levadura hacía crecer sueños, fermentaba las ilusiones del niño hasta hacerlas florecer como rosetones en medio de la torta secreta que la abuela preparaba en la cocina.

Una noria de plata empaña el cristal de la ventana. El niño con el dedo de su mano dibuja soles y lunas que lloran de alegría al ver la lluvia tan sana que cae de madrugada. Y es que el agua de hoy ha curado las llagas del niño de ayer que lloraba su infancia desnutrida y reseca.

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