jueves, 30 de junio de 2022

En casa del herrero, cuchillo de palo


El tejón, el de la cueva del tasugo, recomendaba el otro día en su blog la lectura de Les gratitudes, una historia emotiva y a la vez desoladora de Delphine de Vigan. Marie, una de las narradoras de la novela, describe la vejez de Michka Seld, una anciana que progresivamente pierde el habla. El tejón acostumbra a embelesarnos con fotos de la naturaleza, a cuyo pie siempre inserta un hermoso y poético comentario. La entrada a la que me refiero (Envejecer. 13/5/22) viene acompañada de una cita desveladora y muy bien traída del libro de esta escritora francesa acerca del vacío producido en las persona mayores por el olvido de las palabras.
Envejecer es aprender a perder. Asumir, todas o casi todas las semanas, un nuevo déficit, una nueva degradación, un nuevo deterioro. Un día ya no puedes correr, ni caminar, ni inclinarte, ni agacharte, ni estirarte, ni encorvarte, ni darte la vuelta de un lado, ni del otro, ni hacia delante, ni hacia atrás, ni por la mañana, ni por la noche, ni nada de nada. Solo puedes conformarte, una y otra vez. Perder la memoria, perder los referentes, perder las palabras. Perder el equilibrio, la vista, la noción del tiempo, perder el sueño, perder el oído, perder la chaveta. Perder lo que te han dado, lo que te has ganado, lo que te merecías, aquello por lo que luchaste, lo que pensabas que nunca perderías.
Y me acordé de lo que hace tan sólo unas semanas a mí también me aconteciera. Y no es que me acordara, puesto que lo me pasó está presente a todas horas en mi conciencia, como esa marca que al rojo vivo se le hace a un animal y que consigo siempre lleva sobre su laborioso lomo.

Me acordé –repito-, de lo que hace unas semanas a mí me pasó. Queriendo yo decir algo a mi pareja, mis palabras no se ajustaban a lo que yo quería decir. En mi cabeza tenía claro lo que quería transmitirle, pero mi pronunciación era inteligible. Un barullo de sílabas pésimamente combinadas, palabras sin sentido, mal ordenadas salían de mi boca. Me sentí ridículo; ridículo y descorazonado; decepcionado y loco, sobre todo loco, al no poder llamar a las cosas por su nombre. Mi lengua de trapo, no es que no encontrara la palabra justa para concretar mi deseo, sino que era incapaz de la articulación debida, un perfecto borracho de las palabras. Y así, desposeído del don del habla, me vi perdido, desorientado, (como Michka, la viejecita de Les gratitudes de Delphine de Vigan), en un desierto ilimitado, sin señal alguna de referencia. Mi voz estrangulada por el yugo de la derrota. Viéndome en tal estado de confusión, rota toda posibilidad de comunicación alguna, como un Sísifo atribulado e impotente, fui a urgencias. Me diagnosticaron disartia, afasia nominal. Y siendo yo logopeda, mi frustración fue aún mayor. Cura te ipsum. En casa del herrero, cuchillo de palo.

¿Cómo podría yo seguir existiendo en un mundo en el que las cosas no tenían nombre? Y no sólo eso, sino además a veces cuando oía una palabra, entendía justo la contraria. Un ejemplo: en estos momentos escuchando estoy a los miembros de la Otan en Madrid alardear de la paz, repetir y cacarear la palabra paz por activa y por pasiva, pero a mis oídos sólo llegan los estruendos de la palabra guerra. Si uno no quiere, dos no se pelean. De seguir así la sin razón acabará no sólo conmigo, sino con el propio mundo en el que vivo.

Y fue entonces, al ser desposeído de la correcta capacidad de hablar, cuando me di realmente cuenta de la importancia del silencio.

2 comentarios:

  1. Hablan de paz y dicen guerra, amén se confundan todos y no se entiendan en ésta torre de Babel.
    Gracias.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. El deterioro es difícil de aceptar, sobre todo si se ha vivido con pretensiones de eternidad, y el silencio magnifico refugio.

      Eliminar