Sentado en un banco de madera, "que es donde siempre esperan los enamorados", bajo la canícula de la tarde, protegido por los granos de oro de una parra enverdecida y salvaje, leo a Carmen Rigalt (Mi corazón que baila con espigas), y veo como los adjetivos brotan no forzados, deslizantes, llenando las frases de sentido, como el agua dulce de un manantial en medio de la espesura del bosque.
Vuelvo a la lectura en busca de esos calificativos que colorean y perfuman nombres y, para mi asombro, no encuentro ninguno; y me digo: que un buen texto no precisa de adornos que empañen su belleza, no como esta parra, que necesita del sol para engrandecerse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario