lunes, 20 de junio de 2022

Annabel Lee

 


Me encontré a Allan Poe abrazado a una botella de coñac casi vacía. Aparté la botella. Me miró sin abrir los ojos y me espetó con palabras que se le caían de los labios como babas epilépticas:
Tranquilo, nunca bebo de día.
Escupió una brizna de tabaco. Abrió luego sus ojos de vinagre. Y me dijo:
Es la noche mi droga. Hay quienes beben para olvidar, yo bebo para ver a la estrella y colmar mi espíritu.
Le incriminé con cierta ironía:
Ya lo veo..., ¡aclarando tus ojos en los tinteros de alcohol!

Y él me replicó arrugando su bigote: 

No te montes, muchacho, no te me montes, que los mejores hombres se encuentran siempre en los peores sitios. Siempre me cautivaron las luciérnagas, esas diminutas lucecillas del campo. Es en la oscuridad donde mejor distingo, me aclaro y me maravillo de su bella inocencia. ¡Son tan jóvenes, sensibles, trémulas y esquivas…!  Cuando bebo, más cuerdo me siento y mejor las distingo. La noche desnuda de hipocresías mi arrogancia. El día me encandila. Sólo puedo verlas de noche. Lo mismo que este asqueroso bar guarda y da abrigo a lo más cochambroso de la ciudad, la noche cubre con su perdón y misericordia el descaro y la maldad de mis tropelías. Si me adentro en la noche es para ser el primero en saciarme con el amanecer de Annabel Lee.
Luego al ver en mi cara la extrañeza y curiosidad por tratar de saber quién era la tal Annabel a la que se refería, tartamudeó unos versos que por su énfasis gótico y delirio enturbiado entendí que serían suyos:
Hace muchos, muchos años
en un reino junto al mar
vivió una doncella…
Ambos éramos niños…
Pero amábamos con un amor que era más que amor.
Luego lo mismo me hablaba, de Lolita, la de Nabokov, que se retractaba de ser Allan Poe. Hasta me dijo, o eso entendí yo, que él era el mismísimo Humbert Humbert, y que la tal Annabel había muerto tras el parto de un hijo suyo.

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