domingo, 9 de enero de 2022

No es el río el que canta o llora

 


No llueve. Hace un día hermoso. Ayer llovía, y era igual de espléndido. La hermosura no va con el clima, ni con el azul calmo de la mañana. Son mis ojos la piedra filosofal que convierte en oro las tiernas hojas del manzano. Y allá donde la flor blanca dice que el día viste su más bello traje de novia, la mirada triste y envidiosa se tiñe de la fea orfandad de la noche desterrada de la luz.

Así, que no es el río el que canta o llora. No son las nubes condolidas las que vierten sus lágrimas sobre la alfalfa seca. Tampoco nave de catedral alguna se desgañita en plañiderías al ver en su altar-mayor sangre inocente sacrificada en honor de un dios-caballo-de-moda. Las piedras, las cosas no sienten, ni siquiera los apesadumbrados cipreses del camposanto rezuman tristeza. La melancolía nace del alma de los deudos. Las cosas no tienen corazón, lacrimales ni glándulas.

Y recuerdo a un señor mayor ensotanado y con gafas de culo de vaso. Don Jenofonte Varela, entusiasmado como un adolescente, tartamudeaba aquellos versos de la Eneida de Virgilio. Desde su célibe cátedra don Jeno se enfurecía contra el capricho de los dioses patrios e interesados. Van sólo a su dinástico apaño –decía. Y dolorido, nos hablaba del gemir orgásmico de la reina de Cartago contra un Eneas empeñado en seguir su viaje a Italia, dejando abandonada, cautiva y preñada a Dido, su amante. Y alzando la voz como un ciervo en celo, el doctor Varela retenía en el aire los términos latinos capta ac deserta con aplomo y virulencia, cual un harrijasotzaile en plena faena, al tiempo que decía: ¿Por qué, demonios se ha de suicidar la reina Dido, siendo tan grande el amor que siente por Eneas?

Se esforzaba don Jeno por explicarnos además que hay momentos de dolor tan fuerte en la vida, que hasta la naturaleza entera se deshace compasiva y solidaria en llantos por las desgracias de los humanos: 
Hasta los cimientos de las columnas de Hércules, hasta los pilares de la tierra y las estrellas del universo tiemblan y se conmueven, al ver cómo Eneas se retuerce de pena por la devastación de su pueblo. ¿No veis las lágrimas de compasión que brotan de las mismísimas piedras del templo de Juno? Y una y otra vez don Jeno no se cansaba de repetir: Sunt lacrimae rerum, sunt lacrimae rerum...
De vez en cuando don Jenofonte Varela detenía sus comentarios, y absorto se ponía a contemplar el deslizar dulce del agua por la piel virgen de las hojas de sexualidad abiertas y desplegadas de las moreras de la calle. Yo, un adolescente apenas, me escandalizaba de tener docente tan salido y alocado. Este hombre está como una cabra, –le susurraba yo a mi compañero de pupitre.

Reconozco que, entonces, hilvanar concordancias, ordenar el retorcido hipérbaton, descifrar las múltiples referencias míticas, medir hexámetros y dáctilos... para mí era un hueso duro de roer. Príncipes, ablativos agentes, verbos en pasiva, dioses y reinas se amontonaban en mi cabeza como piezas de ajedrez sin saber en qué casilla colocar sujetos y predicados, a tirios y troyanos.

Hoy al cabo de los años, vuelvo de nuevo a Virgilio sin presión académica alguna, y siento lo mismo que aquel mi viejo profesor de latín sentía al ver tras la ventana del aula temblar de amor las hojas de las moreras que daban al Paseo Teniente Flomesta. Y arrogante e inquisitivo, hoy me pregunto: ¿Será que hay una edad idónea para la poesía, y otra para hacer el amor, donde la poesía ya no tiene cabida, precisamente por estar uno enamorado?

1 comentario:

  1. Muy bueno don Jenofonte. Puede que sea verdad que hay una edad para cada cosa, la poesía o el amor. Lo difícil es reconocer la edad adecuada para cada cosa. Se te ha colado una r en lugar de l en la piedra filosofal. Te lo digo en la seguridad de que estás lejos de la vanidad del escritor prepotente. Un abrazo con el deseo de que culminemos el año de la mejor manera posible.

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