viernes, 31 de diciembre de 2021

San Silvestre toma pan y vete


 
31 de diciembre. 2021. En una plaza cualquiera, un viejo olivo da cobijo a una docena de jubilados. Algunos, de pie, sonríen de boca para fuera. Otros, sentados en el banco que rodea al árbol, callan, miran. Más bien se dejan mirar por el tenue sol que rebaña la piel gastada de sus rostros cetrinos. El que lleva gorra de paño oscuro, entre caladas al cigarro que cuelga de sus labios apretados, carraspea, arrancar quiere el aire que sus pulmones cicateros le niegan. El de las manos atrás, parece tranquilo; pero no es verdad. De su cabeza no se le va su parienta, la que enterró de covid no hace ni siquiera un año. Una señora con su carro de la compra, camina sacando cuentas de lo que cuesta alimentar una familia en paro. En sus caderas, posa el jubilado, (al parecer tranquilo), su mirada entretenida, condescendiente y limpia. El de más allá, el que cojea, ayudado de su bastón saluda desde la acera de enfrente con su garrota temblorosa a la concurrencia. Salió de mañana temprano de casa, sacudido por una esposa quejica e indolente. Pajarillos incautos revolotean guardando la distancia. A todos se les ve disimuladamente contentos. Incluso el de la camisa a cuadros, con quien los demás se ceban, no se toma a mal las bromas que le gastan por su vestir vaquero. Parecen chiquillos de escuela en el escaso recreo que les queda. Dos de ellos se dan cuenta de mi presencia embozada. Cuchichean. No saben que, cautivado por la amarga placidez de una escena en cuarentena, detengo apesadumbrado el paso, pensando que este fin de año tampoco podré ver a los nietos recluidos, allá en Madrid, por la pandemia.

Sigo parado, finjo contemplar el escaparate de una añosa tienda de telas descoloridas. Maniquís extraños, con mascarillas quirúrgicas; y, en sus manos de polietileno, frascos de gel hidroalcohólico. El sol, que rebota en las cristaleras, me refleja la llegada de otro contertulio con su bolsa de orina escondida entre sus entubados pantalones de pana. Conversa malhumorado con el que lleva en la mano una carta de desahucio por impago del alquiler. A duras penas oigo lo que hablan, pero, por sus gestos de intolerancia, noto un cierto cabreo, no exento de sabia aceptación, resignación en la que le va la vida. Uno de ellos se lleva las manos a sus partes con un gesto de dolor contenido: la reciente biopsia que ayer le hicieron para descartar un cáncer de vejiga.

Desde la azotea de mi curiosidad espero que algo importante ocurra. No pasa nada. O lo que es lo mismo, eso es lo importante: que no pase nada. Todo sigue su curso final en esta plaza de un barrio viejo de una ciudad cualquiera. En la plaza hay un tobogán amarillo. Está desocupado. Son las diez de la mañana. Los niños no tienen clase, están de vacaciones. Y en medio de la calle confinada, la extraña normalidad de unas fiestas resentidas, pasadas por la bancarrota y el escepticismo, hace aguas, mientras un perro callejero se mea a las puertas de una iglesia cerrada y con sistema de alarma en el frontispicio gótico de su fachada. Junto a la  extraña normalidad de un tobogán precintado, solo y vacío, unos viejos jubilados se dan cuenta que, tal vez el año que viene, cada uno de ellos ande ya por el pasadizo del otro lado. Como también saben que es mentira que Año nuevo vida nueva.

Hubiera querido poner un poco de poesía en este relato de fin de año. Pero hay historias que no admiten componendas. Tan sólo me consuela sospechar que, cuando llegue la siguiente primavera, los nietos de estos abuelos escribirán las iniciales de sus nombres enamorados dentro de un corazón grabado sobre la corteza de esta vieja olivera.

1 comentario:

  1. Cada día, afinas más tus observaciones y das cuenta de ellas mejor.
    Un abrazo

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