sábado, 11 de diciembre de 2021

Dónde fue a parar el carro del profeta Elías

 


La escritura nos hace ver la verdadera dimensión de una realidad que no supimos ver a primera vista. Escribo para poner en valor lo vivido, -me dijiste. Y vi en tu cara el reflejo de tu ayer rejuvenecido. Luego yo, borde y envidioso, para chafar las ínfulas que pendían de la mitra de tu mente acrisolada, te cité a André Bretón: El acto de escribir está dentro de la categoría de las vanidades.

Dejamos atrás el óxido corrosivo de siete décadas y pico, plagas bíblicas sobre el lomo de nuestra conciencia zaherida por el rayo de un Júpiter, a la vez, inclemente y bueno. Nos sentamos alrededor de una mesa redonda sin esquinas y mezquinas intenciones, cubierta con un mantel blanco y sin arrugas. Un ramillete de amigos nos congregamos en Santomera. Veníamos del jardín de la pureza, aquella nuestra imberbe e inocente adolescencia de la que nunca quisimos emanciparnos, la Razón Pura de nuestra existencia, con la sola intención de averiguar el desvío acertado del derrotero del carro del profeta Elías.

El hecho de convocarnos, recurriendo a un almuerzo, fue pretexto feliz para regresar al santuario del manjar de nuestros jóvenes años. El festín se grabó en la tábula rasa de mi feliz olvido. La experiencia resultó ebria y deleitosa, como quien se encuentra de nuevo con la Venus de la que siempre estuvo enamorado. Las nubes de nuestro acné juvenil no nos permitieron mirar frente a frente a la mujer de nuestros sueños. Y ahora, al cabo de siete décadas, libres y desinhibidos, queríamos dar con la Dulcinea de aquellos besos que otrora no dimos.

Ya ni me acuerdo de la pasta gansa que comimos, ni del pastón que nos costara la fiesta. Lo que sí recuerdo son los dulces violines de plata, que nada más salir el sol, arándanos encasullados por el alba, entonaron el dum sumus juvenes. Fuentecillas de agua clara, mirtos llenos de color, naranjos endulzados de abejas deshicieron la tristeza, la boira-cerumen, el sinsentido monjil, controvertido, alegre, consentido, beato y pervertido de un bullanguero reclutamiento perdido en la lejanía tras el viento de los años.

Alguien brindó, que no lo sé, evocando a Jorge Manrique, cualquiera tiempo pasado fue mejor, pues yo absorto estaba enzarzado en zamparme las costillas de cordero que se resistían al postizo de mis dientes estridentes y veganos. Bebimos del blanco y rojo de las copas de nuestro ayer retomado, caldo de rico orujo, ron pampero, bajo la bóveda encendida de una tarde exploradora, cantarina y espléndida sobre la grupa de un caballo blanco y silla de montar.

Llegué luego a casa y quise, según me dijiste, poner en valor lo vivido, esculpir la grata velada sobre el muro de mi selecta colección encriptada, para que no se durmieran mis sueños. Pero pronto y presto quedéme amodorrado bajo las mantas de las cenizas de mi ayer dichoso y despojado. Como el carro de Elías, desapareció su estela tras el torbellino del día.

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