lunes, 20 de diciembre de 2021

Aristóteles y Platón frente a una tarrina de rosas blancas

 


Si la coctelera del tiempo y el espacio fuese agitada por algún galáctico barman, experto en combinar órbitas, sueños y estrellas, tal vez una tarde pudiéramos encontrarnos al pasado y al presente tomando café en el Paseo Rosales de Molina de Segura.

La muerte de Paco y Pepa, a pesar de ocurrir, una en el ochenta del siglo pasado, y la otra en el dos mil veinte, las dos se vieron las caras el mismo día. Los cementerios en los que ambos están enterrados, aún estando distanciados a más de mil kilómetros, se encuentran en el mismo lugar. No es frecuente esta casualidad. Tal distorsión y anomalía, aparentemente en contra de toda ley físico-cronológica, tal vez se deba a una señal reveladora. Loveckrfat, en su cuento La llave de plata, dijo algo parecido: Existen repliegues en el tiempo y en el espacio, en la fantasía y en la realidad que sólo un soñador puede adivinar. Pero si aún así alguien tiene alguna duda al respecto, que le pregunte a Einstein.

El hombre recuerda la muerte de su madre y de su padre, al que no conoció por haber muerto éste antes que él naciera. De su padre sólo sabe que murió al caerse de un andamio estando trabajando en el extranjero. Como era emigrante, y nadie reconoció su cuerpo, lo depositarían en el osario común de algún pueblo de la periferia de Lión. Hoy, aún sabiendo que su padre no está allí, y que su madre convertida estará en nada, decide llevarles una tarrina de rosas blancas. El cementerio se encuentra cuesta arriba, en lo alto de un montículo. No hay ningún camposanto que para llegar a él, aunque su acceso esté escoltado por una corte de cipreses haciendo el pasillo al muerto, su entrada sea fácil. Al llegar, se fija en el letrero de la pared frontal de la ermita: Esta capilla es propiedad de… El hombre, sabe que los restos de su padre están en el foso de un cementerio en el que cabe cualquiera, y que los de su madre, estando como estará derretida en polvo, carece de derecho alguno. Por tanto ironiza para sí sabiamente:

¡Como si los muertos dispusieran de propiedad alguna! Mi madre todo me lo donó en vida, hasta de su casa del pueblo se deshizo. Los muertos no son dueños ni de ellos mismos. Ni tan siquiera los vivos somos poseedores de las cosas que almacenamos. Son las cosas la que nos poseen a nosotros hasta anonadarnos y dejarnos sin aliento. La tierra es la única y eterna dueña de nuestra dilapidada, escasa o abultada, fortuna.
En medio de tales pensamientos, las flores que trae el hombre, las primeras flores que han brotado este año en la huerta, las coloca en una tarrina delante de la lápida de la madre y del padre, aunque este último no esté allí enterrado.

Gracias al agitado movimiento de la coctelera del barman del universo, vidas separadas en el tiempo y en el espacio pueden coincidir en algún momento. Por eso el hijo no se sorprende cuando ve al padre y a la madre abrazándose detrás de la tarrina de rosas blancas. El presente le roba al ayer un hálito de vida. Conmutados los cables del tiempo, de repente al hombre se le encienden las luces de la razón, y es capaz de trascender y ver en medio de las cenizas del pasado dónde está y no está su padre, dónde su madre y con quién descansa abrazada para siempre. Y el hombre al instante siente como una revelación, cae en la cuenta, se adentra de la universalidad y representatividad de los conceptos, y descubre, como Aristóteles lo hiciese en su día, en el nombre de su padre y de su madre a todos los padres y madres del universo. Y aquellas diferencias entre la realidad y las apariencias, la materia, la forma, por las que Platón se desvivía, al momento le resultan definitiva y definitoriamente resueltas y claras.

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