martes, 16 de noviembre de 2021

El entierro del tío Vicente el hornero

 


Ayer tarde Vicente el hornero se murió de repente de una angina de pecho. La tahona linda pared con pared con mi casa. No me gustan los entierros, me remueven por dentro. No tengo excusa. Así que asisto al sepelio como buen hijo de vecino.

Sus cuatro yernos en primera fila. Cuatro pares de zapatos callados murmuran al compás de los rezos el reparto de una panadería y cuatro tahúllas de limoneros. El dolor no logra oscurecer el bello barniz de la cara de las hijas del muerto, el mismo caoba que la corteza cremosa de las hogazas de su padre. Un buen toque de pena en algunas mujeres las hermosea más que una rosa en su rutilante escote.

Palabras incomprensibles de un cura susurran cosas duras de creer, oscuras para el entendimiento: ángeles de la gloria, las puertas del cielo, la resurrección de la carne, la vida perdurable. La monserga resbala ahora a guisopazo limpio sobre el féretro en medio del pasillo de una iglesia en penumbras.

El agua bendita emborrona el pulimento del ataúd. La salmodia del funeral oxida de retorcijones el duodeno de mis acedías. Vicente el de la tahona era un hombre sencillo. Con su honrado trabajo daba de comer a toda una barriada. Su honestidad no precisa de juicio final. Ceño arrugado el de los que a hombros llevan al muerto. La muerte con tantas retahílas y encargos debe pesar un quintal.

Como un basilisco la viuda se abre ahora paso entre los fieles. Los familiares más allegados la retienen, pero no pueden tapar su boca. Ante el sobresalto de todos, la mujer del difunto interrumpe los latines del cura:
¿Qué hacéis ahí sin hacer nada? ¡Dejaros de pláticas! ¿Está vivo o está muerto? ¡No le dejéis solo, no veis que no puede con su alma!
Esta pobre mujer, desde que a la salida de una discoteca le mataron a su hijo de un bebido navajazo trapero, quedó tocada. A perro flaco todo son pulgas. En su cuello lleva siempre el medallón de su foto. Mañana mismo pegará en su reverso también la de su marido. En menos de dos años una misma ahorca para dos muertos. Desde el asesinato del hijo se vistió de negro. Los colores del sol ahumaron para siempre su cara de flor de harina.

Por las vidrieras de la cúpula de la Iglesia nubes de plomo se adentran como manada de cuervos. El tiempo está revuelto. Santiago, el santo patrón del pueblo, desde el altar mayor entretenido está en cortar cabezas de moros a diestro y siniestro allá por las tierras del sur entre alambradas y fronteras. El descreído santo deja impasible que los cuervos destripen mi estómago.

Dicen que el sol una vez puesto, aún nos deja ver su luz tapada por la montaña. Como aquella carta del poeta Miguel abandonada y sin dueño, / volando sobre los ojos / de alguien que perdió su cuerpo. A mi vecino el hornero, que yo sepa, le queda un hermano vivo, al que sin querer lo confundo con Vicente. Después del último pésame a las puertas del cementerio me acerco y le digo:
Si quieres, yo mismo te acompaño a casa.
El hermano del muerto, por respeto no me responde que yo no soy mi hermano Vicente, ¡que yo todavía estoy vivo! Tan sólo me dice molesto:
Gracias, me quedo aquí.
Luego lo veo entrar de nuevo al cementerio. Se pierde tras la misma sepultura en la que acabamos de enterrar a Vicente. Desde entonces ni a uno ni al otro, ni a Vicente, ni a su hermano, ni al poeta que escribió La Carta, los he vuelto a ver.


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