martes, 31 de agosto de 2021

La puerta que nunca abrimos


Las pisadas resuenan en la memoria
Bajo el paso que nunca dimos,
Hacia la puerta que nunca abrimos
En el jardín de las rosas.

(T. S. Eliot Elliot. Cuatro cuartetos)
Bien, basta ya de ponernos trascendentales. Que si la palabra cargada de futuro, que si es llave, vida y conocimiento… Seamos sinceros. Hablemos ya de una vez del no-poder de la palabra. Se ha dicho que la palabra mueve montañas, que derriba barreras, pacifica, hermana hombres y mujeres, que es puerta y ventana, lengua del alma… Palabras, palabras, habladurías... La palabra es prisionera de ella misma.

Me lamento de la imprecisión y facundia de quien escribe. Cuanto más éste rebusca y embellece sus palabras, más afeadas las encuentro. Menos ajustadas, según el decir irrealizable de Flaubert. En lugar de ser sorprendido con temas de enjundia, asuntos que levanten ampollas, testimonios que me hagan saltar del cómodo sillón en el que cabeceo mi vivir degenerativo, más frustrado me veo. Cuanto más se esfuerza el escritor por deleitarme con la sonoridad amorfa de su decir engolado, más solo y vacío me siento. Cansado estoy de mis oídos, acúfenos enmudecidos por cacofonías sobradas, que si la nieve es blanca, que si el sol sale por allí, la luna por acá, que si el curso natural de los ríos y su sabido desembocar en un mar esperado e indiferente. Quería el escritor con su hacer creativo, divergente y hasta iconoclasta convencerme que su palabra, una vez dicha, deja de ser ella misma para convertirse en lo que dice. ¡Vamos! lo del gato Schrödinger, que el misino estaba vivo y muerto al mismo tiempo. Quiere el escritor que yo sea el coro de su tragedia griega, parte interesada, protagonista, personaje imprescindible de las historias que se inventa. ¡Patrañas!

Quien sea capaz de decir cosas como aquellas que dijera Cortázar una puerta de ópalo y diamante desde la cual se empieza a ser eso que verdaderamente se es y que no se quiere y no se sabe y no se puede ser, es que no sabe lo que dice o no dice lo que sabe o es que sabe un mogollón, como es el caso del autor de Rayuela.

Las palabras, nada más salir de nuestra boca, se convierten en humo. Tirar quisiera yo ahora del mantel de mis lecturas, y mandar a hacer leches el mito aquel que dice que Prometeo le robó a Zeus el fuego creador de su verbo. Esta mañana desayuno ostras con granada y cava; pero el maldito molusco, palabra-puerta-cerrada, se resiste a ser abierto. Yo hubiese querido, con sólo leer la palabra amor, haberme corrido de placer, sentir en mi carne la herida del ruiseñor de Óscar Wilde, degustar el interior de esta jugosa almeja que ni siquiera me han servido en el almuerzo.

¿Y qué decir de aquellos que viven de la palabra? Políticos, curas y abogados, noveleros... La palabra ni los vive, ni los regenera. Y de nuevo viene Cortázar con su hablar mágico, surrealista a darme o quitarme la razón, que no lo sé: No podré renunciar jamás al sentimiento de que ahí, pegado a mi cara, entrelazado en mis dedos, hay como una deslumbrante explosión hacia la luz, irrupción de mí hacia lo otro o de lo otro en mí, algo infinitamente cristalino que podría cuajar y resolverse en luz total sin tiempo ni espacio.

Y es que a mí me pasa lo que en el juego del ahorcado: nunca llegaré a completar la palabra que a leer me fue dada. Siempre acabo colgado de su soga.

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