domingo, 22 de agosto de 2021

Es hora de partir

 


Si él estuviera muerto y la viera ahora bajar los escalones del porche de la casa, sus ojos se le abrirían de alegría como dos palomas salidas de sus jaulas. Un esguince mal curado la obliga a inclinar su cuerpo, como si su carga hubiese sido mal colocada sobre la bodega de su espalda cansada. El barco de su cuerpo, a pesar de haber sido repintado y calafateado un millón de veces, él lo reconoce al instante. Ella se dirige al gallinero. Piensa hacer para la cena zarangollo de calabaza.

Y la descubre ahora como aquella vez, que jugó con ella a ver quién llegaba antes al espigón del pequeño puerto de santa Lucía. Entonces sus cuerpos volaban desde el castillo de los patos hacia la lonja del pescado, en busca de la mejor fritura, salmonetes, chipirones, boquerones, todos ellos ejemplares muy pequeñitos para ser degustado en su totalidad con la fruición que sólo sabe el deseo. Luego, frente al mar, recostados sobre un montón de redes apiladas, amodorraban sus tibios cuerpos eterizados por el fresco olor a espuma, a cebo y barca, a sexo y coral rosado. Ella con su guitarra, y él con su flauta, al ritmo de las olas, cantaban nanas a los peces de La Algameca.

Hace ya más de cuarenta años desde que los dos se vieran, al salir ella de Santa María la Vieja de una asamblea obrera. La luna sudaba amor en el muelle. Él escucha en la cama (era ya de más de media noche) a Víctor Jara, aquel músico al que le cortaron la lengua y sus dedos para que no pudiera cantar ni tocar la guitarra: La sonrisa ancha / La lluvia en el pelo / No importaba nada / Ibas a encontrarte con… Llamaron a la puerta. Era la luna llena con sus alas de plata la que subiendo por el callejón de la Concepción llegó hasta el balcón de su casa.

Hoy su cuerpo como el barco de Teseo ha sido reparado ya muchas veces, de tal manera que aquellos que antes la conocieron, si se la encontraran ahora, dirían que no es ella misma. Para él es la de siempre, la de antes. La amiga de los mineros, de los gorriones y de las trece rosas. Lleva las mismas sandalias de cuero. Peina melena revoloteada de azabache intenso, recogida con una cinta color púrpura. Y aunque ahora calce zapatillas, vista delantal a cuadro, y su pelo como la nieve revolotee por su cabeza (aun de niña traviesa), no ha cambiado nada. Ha sido operada del menisco, pero sus piernas todavía vuelan. Él sigue pensando, al igual que aquel poeta de Buenos Aires, que quiere una mujer que vuele, que le abrace con sus piernas de pluma, y que le haga ver las nubes y las estrellas.

Desde donde él está, tras el cristal ahumado de sus ojos de tierra, no sabría a dónde la mujer camina. Balancea sus brazos como péndulos de un reloj de pared al que le quedan no sabe cuánta cuerda. Él, desde hace mucho, anda sin marcar la hora. Confunde los tiempos y los modos, los vivos con los muertos. Vive y sólo ya conjuga el modo infinitivo. Y al rato la ve de nuevo pasar con una calabaza y dos huevos que ha cogido del gallinero. Sabe la cena que le aguarda, zarangollo, medio vaso de vino y una buena rebanada de pan para rebañar el aceite. Y de postre, un pastel de calabaza.

Ahora la ve pasar de una estancia a otra como si buscara algo que no encuentra. Se detiene frente a la repisa de la cocina del salón, como esa embarcación anclada en el varadero para ser reparada. Parece como si  buscara algo que le faltara para seguir navegando. Echa mano a la flauta de madera con la que el marido tras la jornada se despedía del día. La música, el mejor responso, la mejor respuesta-recambio a las dudas de la vida. Y escucha la mujer salir de los agujeros de la flauta dulce aquella canción con la que el marido decía adiós al tren de la tarde: Es hora de partir y de decirnos el adiós...

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