martes, 17 de agosto de 2021

Con el tiempo y una caña



Resaca por los pinchos morunos y las patatas con ajo de anoche. Cena en familia. Carrasperas y retorcijones de barriga. Espoleado por los calores pegajosos de la noche, te echas en los brazos del amanecer, por ver si la brisa tenue del alba aliviara tus sudores nocturnos y tu garganta irritada…, y así digerir mejor lo que por el claror brumoso del levante vislumbras para este día. Te restriegas los ojos. Miras a tu alrededor, y le dices con voz desperezada al rosal que te cuente sus espinas. Una copa transparente de flores mustias y por las avispas carcomida es lo que de mí puedo decirte. Los tuyos duermen. La buganvilla arquea reverenciosa tus pasos hacia gallinero. Viertes aquí las pocas sobras del festín de la víspera, que traes en el negro cubo de los desperdicios. El jazminero te da los buenos días con su blanco aroma aún adormecido.

Después de pasar por alto el plantío de los pepinos, aquejados por manchas chamuscadas y amarillas, sigues el camino que te indican los enhiestos cipreses. Escuchas sus gemidos. Lloran la muerte de aquel ciervo de cuernos hermosos y brillantes que cuenta Ovidio en sus Metamorfosis. Desde entonces se volvieron lastimeros. Llegas al terreno de las calabazas. Sus hojas lánguidas, llorosas y caídas te piden limosna. Con el mismo cubo de la basura coges agua del bidón. Socorres sus palmas suplicantes, cual si tú fueras la misma Samaritana del Guercino del Thyssen-Bornemisza. Las avispas duermen perezosas en la cavidad de las tejas del alero de la barbacoa, apiñadas y felices. Tan sólo hace dos días, una de ellas, la más oliscona, te mordió en la misma punta de tu nariz ciceroniana. Fuiste a urgencias con tu cara de pan de carrasca. El galeno te confundió con el paisano de Bergerac. Los corticoides del urbason hicieron su milagro hipocrático, quedaste enseguida desembarazado de tu inflamación, restaurado de nuevo, con tu habitual gesto enfurruñado y curiosón. Las avispas tienen memoria. Si vuelves al mismo sitio, volverán a morderte, –te dice la más pequeña de las totaneras. Y añade la muy enterada: las avispas no pican, muerden. Por si acaso, a pesar de ser tú un incrédulo en cuanto al cerebro de estos insectos, (como al de otros tantos voladores de cielos aun más altos), das un rodeo, por si las muy cabronas te embistieran de nuevo.

Haces un respiro en este tu diario de verano agosteño y de calores histérico-históricos. Te detienes ahora en la higuera metabólica. Coges la caña amañada con el arte instrumental heredado de tu abuelo. (Aplastaba él uno de sus extremos, lo abría en forma de trípode. Con una pequeña piedra mantenía abierta sus garras). Tú, ahora, nada más encarar y girar suavemente la caña a tu higo preferido, te adueñas limpiamente del dulce fruto de esta higuera pajarera.

Sales luego por el camino de atrás de regantes. La huerta entera está en trance. Es hora de laudes. Tiempo para la alabanza ecológica y el recato místico. Canta el gallo, y allá por las 25 tahúllas canta también una rana de las pocas que quedan desde que entubaron la acequia Subirana. Te escandalizas al ver dos gatos madrugadores romper con sus maullidos el toque claustral de queda. Corren los felinos tras su frágil presa, un pobre ratón colorao que merodea por los cajones de las palomas del vecino. Paciencia, -les dices-, no os arrebatéis, amigos, con el tiempo y una caña hasta los verdes se alcanzan.

No hay comentarios:

Publicar un comentario