miércoles, 28 de julio de 2021

Triste apostasía

 


El doctor Agnus, era una persona optimista, maravillosa, sobre todo antes de que yo lo conociera. Sus clases de Religión y Sociedad, -según palabras de uno de sus antiguos discípulos-, se parecían a una partida de cartas entre colegas cuyas reglas se ceñían a la inspiración, al azar o a la cábala, más que a la lógica de unos silogismos basados en la ciencia. La gracia, el ars docendi, de este catedrático de teología dogmática de la universidad de Salamanca, era la de un torero en tarde de éxitos, ovaciones y orejas. A veces hablaba de Dios con la contundencia de un Oráculo; otras, sumido en un tartamudeo poco convincente, dejaba sin probar sus propias afirmaciones. Eso sí, siempre, pisando la arena de la realidad de un mundo que le fascinaba. Podía sentir el mismo ardor por las enseñanzas del sermón de la montaña, que por la novena sinfonía de Mahler o por una de las verónicas o chicuelinas de Dámaso González.

Mi primer encuentro con el profesor Agnus fue casual. Coincidimos en una visita guiada al Coliseo Romano. Luego quedamos en vernos. Y como nuestros puntos de vistas, lo mismo eran cóncavos que convexos, intimamos sin más, nos sentimos como cómplices necesarios de las mismas dudas.

Su apostasía, por llamar de alguna manera a ese vuelco secular en las creencias de mi amigo, no ocurrió de la noche a la mañana. Yo creo que fue el mismo Dios el que, como a Pablo de Tarso, pero en sentido contrario, tiró del caballo al profesor Agnus. Su caída no fue de golpe. Como las grandes transformaciones individuales e históricas se produjo de manera gradual, insospechada y silenciosa.

Supongo que, a base de alimentar su ateísmo con dosis de responsabilidad y compromiso, llegaría a este convencimiento. Incluso yo diría que su mutación, (conversión a la contra), todavía ha llegado a realizarse del todo. Mi amigo no dispone de la fe suficiente, como para dar por terminado este proceso al que yo llamaría, personal. Sé que ésta palabra no es la que se ajusta mejor a este cambio, cambio que yo preferiría llamar sobrenatural. Y si lo callo es por no soliviantar a mi amigo con conceptos pietistas que le sobrepasan, dado su actual agnosticismo practicante.

Aquel día me extrañó ver a mi amigo más triste, sobre todo desde que tomó la decisión de prescindir de Dios. Antes de que me contara lo de su pérdida de fe, lo encontraba siempre alegre, confiado, cariñoso con todo el mundo, con esa sonrisa beatífica propia de los que tienen todas sus deudas, saldadas; y sus interrogantes, resueltos. Por lo que un día vine a preguntarle por su tristeza sobrevenida. Y esto fue lo que me contestó:

Desde el momento que comprendí que Dios (por definición y debido a su infinita autosuficiencia divina), pasaba de mí, me sentí apenado, no correspondido. Tal vez sea esta la razón de mi tristeza: saber que a Dios yo le importo un comino. No creer resulta más doloroso que la propia alegría de una fe tonificante. ¿Acaso, esos cipreses que ves tú, ahora en tu huerta,  doblarse y suspirar por el cielo esquivo, sabrán de la existencia de Dios?
Y si ahora traigo yo aquí el recuento de mi vieja amistad con este hombre, es porque el mismo profesor Agnus acaba de llamarme para que volvamos a vernos en Roma. Nuestro cometido esta vez será visitar el Panteón de Agripa, (el templo de todos los dioses), para luego celebrar nuestra vieja amistad frente a una lasaña de carne y espinacas en una de las suculentas trattorías del Trastévere.


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