Te sorprendiste cuando la humillaste delante de aquellos amigos. No recuerdas lo que te llevó a tratarla de aquella manera. Nunca hasta ese momento se te había ocurrido mofarte de ella, y menos, delante de terceros. Si vuestra relación siempre se había basado en el respeto y en el amor ¿por qué, de repente, parapetándote en tus compañeros, la ridiculizaste cobardemente?
A partir de aquel incidente, la rama del árbol, que a los dos os mantuvo unidos veintitantos años, se quebró para siempre. De la noche a la mañana, un simple percance pasó a ser comportamiento habitual entre vosotros. Y así siempre que querías vengarte de ella, te contenías y aguardabas el momento para, desde la trinchera inviolable que te confería tu racional ironía, cargar contra ella y dejarla, eso sí educada e inteligentemente, en ridículo delante del sursuncorda. Más daño hace aquel que desde el maquiavelismo y la cordialidad ofende, que aquel otro que se enzarza abiertamente contra su enemigo con insultos y puñales.
En aquella ocasión, repito, te sorprendiste al notar en tus desconsideradas palabras un cierto efecto que consiguió hacerte más daño a ti que a ella. Y sentiste que entre vosotros se abría una brecha irreversible, una ruptura imposible de restañar. Hay líneas que si se sobrepasan, ya no cabe vuelta atrás.
Sin embargo tú la seguías queriendo. Pero una fuerza contraria a tus sentimientos te alejaba cada vez más de ella. Estabais constantemente tirándoos los trastos a la cabeza. Y precisamente el amor que le profesabas era lo que te impedía compartir con ella tus pensamientos y emociones. Paradojas del amor. El cuerpo, vuestros cuerpos, lo que en un principio siempre fue encuentro, coito y lazo, se convirtió en un obstáculo. Llegó el tiempo que ni siquiera discutíais. La carne no os incitaba. Ya nada teníais que deciros.
Tal vez si no hubierais estado casados, hoy seguiríais siendo los mejores amigos del mundo. Recuerdo que una vez me confesaste que vuestra separación no se debió a ningún acto premeditado. Tu primer dardo lanzado contra ella surgió desde la espontaneidad más inocente y pueril. Una simple broma. Pero no hay nada espontáneo que no se fragüe en el horno de la consideración más profunda, en el cocido silencio de la determinación más incomprendida y descerebrada. Nada ocurre por casualidad. Hasta el rebuzno de aquel burro de Iriarte, que hizo sonar la flauta por casualidad, escrito estaba en el reloj universal del destino.
Dejasteis de salir solos a pasear, a tomar unas cervezas. Os daba miedo quedaros frente a frente en medio de ese abismo cuyas orillas, la tuya y la de ella, cada vez, estaban más lejanas, invisibles. Cada uno echó por su camino. Aun así pienso, como dice Lawrence Durrel en su novela Justine, que vuestro amor salió ganando con la pérdida del objeto amado como si vuestros cuerpos se interpusieran en el camino del verdadero amor.
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