Escapar quiso la calabaza del bancal y de su casa. Anhelaba ser estrella.
Orgullosa se afligía por su condición rastrera. Maldecía ser pulpa tibia amarillenta para hambrientos paladares sin gusto. Desagradecida, apostató de su tierra, madre buena que cama y leche verde le diera. Ambrosía -decía- quiero ser de dioses, emperadores y reinas.
Una noche, sin que el hortelano la viera, trepó la cerca. Llegar a los palacios del cielo y allí, en el Olimpo azul de la montaña, se postraría, inmolándose en cuerpo y alma por sus idolatradas deidades.
La calabaza, tan fuerte sentía el deseo de ofrecerse en dulce pudin divino, que se soñó a sí misma alada y togada, completamente de blanco, cual virgen vestal ungida alimentando el sagrado fuego eterno. Pero al despertar del sueño viose a sí misma estrangulada entre los alambres de la valla. Antes de morir por su enamorada insolencia, tiempo tuvo de exclamar:
¿Por qué, diantre, siempre, la encadenada y triste realidad ha de imponerse a la libre imaginación danzante?
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