jueves, 17 de junio de 2021

Las flores del recuerdo y sus espinas


Presentación El color de los días
Mudem. Molina de Segura 16/06/2021

A pesar de la dificultad suscitada por las medidas anti-covid, os estoy enormemente agradecido que hayáis tenido la amabilidad de asistir a esta presentación. A la Editorial Tirano Banderas, a la concejalía de cultura… a sus trabajadores…

Tanto Emilia como Antonio ya han dado buena cuenta del libro. Lo que quisiera yo ahora es haceros participe de una pequeña reflexión que, aunque no haga referencia directa al contenido de El color de los días, sí tiene que ver con el formato de diario en el que está escrito. La forma y el fondo, estética y ética, mística y política, utopía y praxis.... esa tensión constante en la que se mueve mi conciencia en busca de aunar estos extremos.

Dice Ricardo Piglia, escritor argentino, que la literatura no puede tener otra materia que la propia experiencia vivida. Toda escritura, en cierto modo, es autobiográfica. Somos un libro, a decir de Mallarme. Yo más bien, en lugar de escribir, me escribo cual un ombligólatra onanista.

En este libro trato de rescatar mi ayer a través del recuerdo. El recuerdo según Ortega y Gasset: hace resonar de nuevo el alma de nuestro pasado.

Me perdonaréis la licencia de salirme de parva, y no circunscribirme al tema del libro. El color de los días, está ahí. Si tiene que decir algo, será cosa suya o de sus lectores. Por tanto sólo me limitaré a decir algo de lo que pienso acerca del recuerdo.

¿Si el recuerdo fuese un árbol –me pregunto– qué frutos cosecharía? Las semillas del ayer. Me imagino el recuerdo como un viaje de regreso a unos acontecimientos vividos en un tiempo determinado; pero al llegar (¿desilusión o sorpresa?), me encuentro con otra cosa, una realidad distinta, otras flores: Las flores del recuerdo, las flores de la Historia. ¿Y cómo no? también con sus espinas.

Más importante que nuestra propiedad, (y me atrevería a decir, que nuestra propia vida), es el recuerdo. No recordar, es la muerte. Por eso quise entretenerme, jugar con mi ayer, darle la vuelta al calcetín de mis días, corregir los errores de la historia. Y allá donde el almanaque dice que un día asesinaron a cinco abogados laboralistas, arrancar de cuajo esta hoja del calendario y poner las agujas del reloj a otra hora más feliz y no tan funesta.

La memoria es el sacramento de la historia, (respeto y veneración), pero a veces el recuerdo distorsiona los hechos, y lo que antes fuera sacramento, se convierte, unas veces en realidad trascendida, (el mito), y otras en sacrilegio, manipulación interesada. De ahí la célebre frase: La historia la escriben los vencedores.

Trato con mis recuerdos vivir de nuevo el pasado y tengo la sensación de vivir la eternidad del ayer. Por eso, si me dieran a elegir entre el recuerdo y el momento histórico de la decrépita realidad que mi memoria evoca, sin duda me quedaría con el recuerdo. Decidme, ¿acaso una persona sin memoria es alguien? Y si no ¡miremos a los ojos vacíos y sin alma de quien la perdió!

Las sombras del tiempo, en lugar de licuar y desdibujar aquel viejo presente vivido, iluminan a través del recuerdo, dan nueva realidad al pasado. Y así decimos que el tiempo cura, aclara las cosas, las pone en su sitio. Los recuerdos son resurrección y regreso de nuestro ayer consumido. No siendo real el recuerdo, mejor dicho, no siendo material, responde, (como los sueños), a la irrefutable veracidad con más tino y acierto que el acontecimiento al que alude. Los recuerdos son el antídoto para que los peces de la cotidianidad efímera no se escurran como el agua del colador de los dedos de nuestros días.

Por eso quise yo clavar con el martillo de mi escritura en este Diario esa otra realidad, si cabe, más visible, más lúcida que aquella que viviera entonces, para que no sea devorada por los demonios del olvido, para que los escardadores del tiempo no echen a perder sus dulces manzanas.

Si recordar es vivir, me puse yo a recopilar estas memorias para que no se marchitaran aquellos jóvenes deseos libertarios de nuestros años de militancia obrera, para que el río de aquellas aguas generosas de combatividad y cambio, restauración de libertades y amnistías, siguiera su curso sin parar, fluido y limpio. Y así cuando reescribía y reorganizaba estas memorias para su publicación me parecía no sólo vivir dos veces, sino tres, puesto que en este libro están también los latidos de toda una generación.

El recuerdo, es el último recurso que dispone la esposa para continuar teniendo entre sus brazos a su marido difunto y por ello se abraza desesperada al olor de sus camisas. La mujer sabe que el pasado no volverá... pero es lo único que le queda. ¿Acaso el recuerdo, por pensar en pretérito, ya no es tiempo? O la esperanza, ese presente proyectándose en el futuro inmediato ¿tampoco es nuestra? 

La memoria renace victoriosa de las cenizas de la realidad frágil y pasajera. Y así el recuerdo es como el aroma de aquel pañuelo que nos regalara a través de un beso nuestra primera novia y cuyo perfume a su piel encantadora todavía permanece en nuestra nunca extinta pituitaria.

Un abuelo en vida deja dicho que cuando muera, su camión, (el abuelo era transportista), será para uno de sus nietos. El abuelo muere. El mencionado nieto reclama lo que le prometió el abuelo. Los demás nietos protestan. Piensan que ellos también tienen derecho al camión. ¡Sí, pero me lo dejó a mí! Los demás nietos insisten: En ese caso debería haberlo dejado por escrito.

Conforme escribía El color de los días me agarraba a sus letras como el enlucido a la pared. Las escribía para que al releerlas, me devolvieran aquel pasado lleno de combatividad y esperanzas, no sólo el mío, sino también el vuestro.

Pero convertir a los seres de carne y sangre en letras de papel, me preguntaba si no sería rebajar su condición. Y así el autor del libro se lamenta (pág 247).
Detrás de las palabras de este Diario no encuentro ningún lirio abierto. Hoy, sólo veo el azul desvaído de mi ayer volatizado, errante y cubierto de polvo; y grito para que me oigan los diaristas de todo el mundo: Escribir no es nada, escribir no nos devolverá el pasado. Y le pregunto al poeta Ovidio: ¿Por qué de las palabras escritas no nacen las violetas?
Y esta vez, es Marguerite Duras quien me dice: Escribir no es nada. Ingenuo, como Sísifo, cargaba yo con el fardo de mi diario sabiendo o no queriendo saber, que jamás alcanzaría la cima de pretensión tan sublime como imposible.

La evocación de recuerdos a veces también es causa de tortura. Para algunos echar la vista atrás es remover la basura en la que vivieron. No es bueno seguir viviendo, respirando de los malos olores de nuestro pasado. En este caso: cerremos las puertas a los fantasmas del ayer.

Y ya para acabar, sólo dar lectura a este cuento que escribí hace años, tras escuchar la nana del Galapaguito de García Lorca.

El hijo le dice a su madre que sufre Alzheimer:

Madre, soy yo tu hijo. ¿Es que no me reconoces?

La madre responde:

Jamás en mi vida tuve yo hijo alguno.

Ante tal respuesta, el hijo queda vacío de si, desposeído de aquel parto que lo trajera, hace cuarenta y cuatro años a este mundo. El hijo intenta reanimar a la madre. Si lograra rescatarla de su amnesia, también se salvaría el hijo. Y para liberar a la madre del fondo de su olvido, le canta aquella misma nana con la que ella dormía al hijo cuando este apenas era un bebé:
Este galapaguito
no tiene mare;
lo parió una gitana,
lo echó a la calle.
No tiene mare, sí;
no tiene mare, no:
no tiene mare,
lo echó a la calle.
Acto seguido, la madre recupera la memoria, vuelve en sí, sus palabras cobran sentido. Dice la madre:

 Sí, ahora caigo. Tú eres el hijo de aquel carpintero que te hizo una cuna. No parabas de llorar, mi niño bueno.



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