miércoles, 9 de junio de 2021

Desde el cristal limpio de tu ventana





Hubo un día una mujer que me desvistió de mi encarnadura, me desplumó de mi ropaje, caretas y disfraces añadidos, que nada tenían que ver conmigo. Me quitó los años, mis vicios y manías, mis prejuicios y creencias, mi religión y mi saldo y, hasta de las ganas de ser mejor que nadie, me privó. Me privó también de la maldad, de mi inocencia y apatía, de mis gafas de miope, de las manchas, de mis culpas. Me dejó en cuero; se destripó además a sí misma para ver si en ella y en todo lo creado hubiera algo que mereciera la pena. Se entregó a mi como la noche al día. Buscaba la humanidad que dentro de mi anidaba y, también, la verdadera esencia de todas las cosas que pueblan el universo.

Y fue entonces cuando despojado de todas mis sombras, me encontré con mi conciencia, ese conocimiento sentido, sagrado y sabio de unidad y de armonía que nos coloca a todos en igualdad y en cercanía, ese centro equidistante en el que ninguno de los puntos del círculo interior del género humano, siendo distintos, en nada se diferencian unos de otros. El sur y el norte, el poniente y el levante, sin dejar de mirar cada uno donde corresponde, ninguno al otro le da la espalda.

Entré en su casa, de par en par abierta a la claridad azul de la mañana y al rojo candente del ocaso. Me miró más allá o más acá, que no lo sé, de mi apariencia. La vi serena y tranquila como si dentro de ella habitara ya la eternidad. Y antes que yo traspasara el umbral, ella desde el cristal limpio de su ventana, me abrazó y me quedé a vivir con ella para siempre.

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