La tarde se balancea triste y nostálgica. Está desolada porque ha perdido una mirada destacada que la velaba y protegía. Cuando con su mujer venía mi amigo a la huerta a vernos, se le reían hasta los huesos.
Ya no mece mi amigo sus sueños, contemplando los geranios, los brazos dadivosos del nogal, el amaderado verde de los cipreses. ¿Quién me dirá ahora cómo canta el jilguero, de qué color es la tarde, a qué huele el jazminero y el arce? ¿Quién me vaciará las tijeras de podar, mis cuchillos y formones? ¿Quién me ajustará el mango de la martilla, el palo de la azada y el rastrillo? ¡Qué orgulloso estabas de tu piedra de agua de afilar, del taller de los bajos de tu casa, de tus colecciones de minerales y maderas, de tu gato y de tus pájaros!
Yo que no sé distinguir el granito, del cuarzo, ¿cómo podré ahora admirar en una geoda el origen de la tierra, la hermosura de sus entrañas, su evolución y el rescoldo aún caliente del comienzo de la Historia?
La carpintería y las plantas eran tu locura. ¿O acaso había algo en este mundo que no te fascinara? Los libros, tus nietas, los fósiles, tu mujer y tus hijos y un violín muy bien guardado por el que sentías no haber tenido tiempo de aprender a tocar tu música preferida, la sexta sinfonía de Beethoven. Siempre te recordaré luciendo en el bolsillo de tu camisa limpia un tallito de romero con sus estrellas azules y unos renuevos de espliego. La explosión de la naturaleza te subyugaba.
Cuando ya la enfermedad galopaba por tu cuerpo dolorido, te pregunté por las plantas de tu balcón, y tus ojos enmudecidos me dijeron que los médicos, debido a tu inmunodeficiencia, te habían aconsejado retirar todas las macetas de tu terraza. Se murieron tus plantas, se murió el pájaro de tu cochera. Si la sangre y la danza de la flora y de la fauna dejaran de bailar y de silbar por nuestros campos, huertos y montañas, ¿qué sería de nosotros?
Hoy, veo sola a la tarde meciendo triste la melancolía por tu ausencia. Veo tu vacío. Siento escalofrío. Te estoy muy agradecido. Quiero darte las gracias por aquel regalo que un día me hiciste. Esperanzado y gozoso viniste a la huerta. Me entregaste unos rizomas para que los plantara. Así lo hice. Y agarraron.
Miro de nuevo a la tarde. Te recuerdo y te resucito. Y veo cómo de aquellas raíces que me diste, acaba de renacer un lirio exultante de vida.
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